Existen tres grupos de personas. Están aquellas que sueñan con una vida tranquila, hipoteca, hijos y un trabajo estable y seguro, a poder ser en un lugar cerrado, limpio y con bonitas vistas al parque más cercano. Un trabajo mecánico al que poder acudir cada día con la seguridad de que no habrá imprevistos o problemas que revistan más gravedad que el ocasionado por un error en la maldita fotocopiadora, que, en su insolente cabezonería, no deja de engullir papel y escupir tinta.
Para el segundo de los grupos, un trabajo así acabaría consumiéndolos lentamente, hasta quedar reducidos a poco más que a la sombra de lo que un día fueron. Estas personas necesitan acción en su vida cotidiana, huir de una rutina que para muchos sería un regalo y asumir ciertos riesgos para poder ganarse el pan.
Finalmente, el tercer grupo engloba a aquellos que desearían ser parte del primero, pero que, pese a ello, pertenecen al segundo, es decir, personas que por circunstancias de la vida acabaron desarrollando una profesión arriesgada sin que el factor elección entrara en juego.
Pese a que muchos de los pertenecientes a los grupos dos y tres afirman que conducir un coche conlleva más riesgos que un día de trabajo, para el común de los mortales colgarse a 150 metros para realizar una limpieza, ocuparse de una excarcelación en un vehículo accidentado, manejar explosivos o sumergirse a decenas de metros en el mar para recuperar un cadáver resultaría simplemente impensable. Sin embargo, para cinco lucenses resulta lo más natural del mundo.
Si alguien sabe de explosivos en Lugo es Emiliano López. Hace 30 años comenzó a dedicarse a las voladuras durante un período en el que se hallaba en paro.
Hoy en día es uno de los mejores especialistas de toda la provincia. «Empecé en esto hace 32 años. Por aquel entonces la verdad es que daba miedo trabajar con explosivos porque no sabías bien cómo era el trabajo ni lo que te esperaba.
Aunque es verdad que, cuanta más confianza tienes, peor, porque es cuando se cometen más fallos. En este trabajo no hay que tener miedo, pero sí respeto. No se puede ir con prisas porque estamos trabajando con pólvora.
Es mejor que la preparación dure tres horas más y el trabajo sea seguro que ahorrar dinero y que haya alguna desgracia», señala Emiliano López.
Hoy en día, en este tipo de trabajos se utilizan aparatos de control remoto que accionan a distancia la dinamita, pero hace 20 años todo este proceso era manual.
«Me he llevado algún susto cuando los explosivos no eran con pega eléctrica, sino con mecha. Se acababa de tapar el explosivo, se encendía y había que salir corriendo porque reventaba la roca casi al momento.
En aquel momento no se tapaban las voladuras con bandas de goma, como ahora; si tropezabas podía costarte la vida. Ahora se acciona a distancia y no hay ese tipo de problemas. La dificultad surge más a la hora de tapar todo bien con bandas de goma para que no salten trozos del material que volamos», afirma López.
Este artificiero pertenece al grupo número tres: aunque le gusta su trabajo, si pudiera elegir, a día de hoy se dedicaría a otra cosa porque no es un trabajo carente de riesgos.
En julio fallecía un vigilante de seguridad al que una piedra le golpeaba en la cabeza durante una voladura hecha por otra empresa en Ponteceso (A Coruña).
De la tierra al aire
Luis Berdei lleva una empresa especializada en trabajos verticales y espacios confinados. Lo primero significa que puede colgarse de un arnés a 30 metros del suelo y ponerse tranquilamente a limpiar las cristaleras de un edificio de diez pisos o a colocar el canalón en un tejado de la misma altura.
Lo segundo, que es capaz de meterse en lugares de espacio muy reducido y difícil acceso cuya evacuación en caso de accidente sólo podría llevarse a cabo por especialistas.
Repgal, así se llama su empresa, cuenta con tres trabajadores, uno de ellos Berdei. «Empecé con esto hace unos 16 años. Siempre me gustó el alpinismo, y fui haciendo pequeños trabajos en varias empresas de este tipo hasta que me instalé como autónomo y formé esta empresa.
Somos pocos porque aunque no es difícil encontrar gente, muchas veces les damos formación, que sale en unos 500 euros, y a los dos meses se van con otra empresa .
El problema es que en cuanto un chavalín ve un sueldo de 1.400 euros, no se lo piensa, se intenta meter en esto sin tener formación, y eso es muy peligroso. Hace falta experiencia. A día de hoy ya hay algunos títulos que la certifican», señala.
Berdei pertenece al grupo número dos. Le gusta su trabajo y opina que no conlleva mayor riesgo, como acredita la baja, o incluso nula siniestralidad laboral en el sector.
«En este tipo de trabajos todo va medido al milímetro. Es raro que haya accidentes, pero está claro que para dedicarse a esto hay que valer, no puede hacerlo cualquiera», afirma.
Sin embargo, reconoce que hay momentos difíciles en los que se pasa mucho miedo. «El trabajo más arriesgado o complicado que he hecho es la instalación de las guindolas eléctricas en la central térmica de As Pontes.
Estás a 200 metros de altura y tienes que fijar y suspender cables de acero de 11 milímetros, lo que supone un peso de 40 kilos aproximados que tienes que aguantar para, desde arriba, lanzarlos y poder así conectar abajo la guindola. Llega un momento que es tal el peso que tienes colgado que te arrastra.
La chimenea tiene un paso de unos 75 centímetros. Subimos dos personas y a mi compañero le dio una especie de ataque de pánico. A mí nunca me ha llegado a pasar eso, pero nunca se sabe», concluye Berdei.
Del aire al mar
Para Antonio Luna, socio fundador de la empresa Galacuatic, especializada en buceo profesional, la vocación le llegó de manera casual. La primera vez que respiró de una botella de oxígeno fue durante un curso de formación en la Escuela de Buceo Profesional de Galicia. Los riesgos en esta profesión los achaca al medio. «En el buceo te mueves en un medio que no es tuyo.
Yo trabajaba para otras empresas hace unos años. Aquello sí que implicaba riesgos porque no había medios adecuados ni medidas de seguridad. De las actividades que desarrollamos en la empresa, el buceo es lo más complicado, sobre todo por la falta de visibilidad.
Un trabajo que puede llevar cinco minutos con luz, sin ella puede llevar una hora; no sabes donde estás realmente metido», comenta Luna.
Este joven afirma no haber sufrido momentos especialmente duros bajo el agua. No obstante, reconoce que lo más angustiante no es estar en el fondo, sino la espera de los compañeros en la superficie.
«Sustos me he llevado alguno, pero siempre son pequeñas cosas, tirones, golpes... Se sufre bastante más cuando estás en la superficie, los compañeros están abajo y no sabes qué es lo que está pasando», concluye Luna.
Del mar al fuego
En los tiempos que corren, una plaza de funcionario resulta casi una garantía de vida. Sin embargo, cada vez que Alfonso Mondelo recibe un aviso en la base de bomberos de Lugo, nunca sabe a ciencia cierta lo que se va a encontrar.
Lleva 20 años en el cuerpo y aún hoy es el día en que una sensación de nerviosismo e incertidumbre le invade cada vez que se dirige a hacer su trabajo, ya sea apagar un incendio, excarcelar algún cuerpo, con o sin vida, o acudir a un garaje inundado sin saber qué tipo de gases o cuánto oxígeno albergará el espacio en el que va a permanecer los siguientes minutos.
«En esta profesión todo es incertidumbre, pero llegas a amar el trabajo. A veces te involucras demasiado porque ayudar a la gente hace que veas las cosas de otra forma. Desde que sales en el camión hasta que llegas al lugar, son todo nervios.
Nos ha pasado estar en un pasillo de una casa apagando un incendio y cuando queda libre de humo comprobar que en las habitaciones de al lado no había suelo», señala Mondelo.
Aunque reconoce que con la edad ese espíritu se serena, lo cierto es que hay momentos en los que no valen nervios de acero. «Hace doce años acudimos para retirar el cadáver de una persona fallecida en una zanja de entre cuatro y seis metros de profundidad. Hubo un derrumbe. Murió en el acto.
Nos metimos allí nueve bomberos con la zona casi sin apuntalar. Hubo otro derrumbe que casi coge a dos compañeros, además de la lluvia que no dejaba de caer. El juez nos dijo que el cadáver no se podía tocar, que tenía que salir intacto.
Trabajamos durante más de seis horas, casi boca abajo. Al acabar, algún compañero salió llorando de allí debido a la tensión acumulada. Luego hubo discusiones debido a la mala actuación en lo referente a nuestra propia seguridad, pero eran otros tiempos. También recuerdo una vez que acudimos a apagar un incendio en Frigsa.
No faltó nada para que un motor de un aparato refrigerador de 15.000 kilos se nos cayera encima», recuerda.
A pesar de tratarse de trabajos de alto riesgo propios de superhéroes, lo cierto es que sus sueldos poco o nada tienen de espectacular. Ciudadanos comunes en sus ratos libres, se convierten en trabajadores excepcionales una vez se calzan la ropa de faena y deciden jugarse la vida un día más.
Para el segundo de los grupos, un trabajo así acabaría consumiéndolos lentamente, hasta quedar reducidos a poco más que a la sombra de lo que un día fueron. Estas personas necesitan acción en su vida cotidiana, huir de una rutina que para muchos sería un regalo y asumir ciertos riesgos para poder ganarse el pan.
Finalmente, el tercer grupo engloba a aquellos que desearían ser parte del primero, pero que, pese a ello, pertenecen al segundo, es decir, personas que por circunstancias de la vida acabaron desarrollando una profesión arriesgada sin que el factor elección entrara en juego.
Pese a que muchos de los pertenecientes a los grupos dos y tres afirman que conducir un coche conlleva más riesgos que un día de trabajo, para el común de los mortales colgarse a 150 metros para realizar una limpieza, ocuparse de una excarcelación en un vehículo accidentado, manejar explosivos o sumergirse a decenas de metros en el mar para recuperar un cadáver resultaría simplemente impensable. Sin embargo, para cinco lucenses resulta lo más natural del mundo.
Si alguien sabe de explosivos en Lugo es Emiliano López. Hace 30 años comenzó a dedicarse a las voladuras durante un período en el que se hallaba en paro.
Hoy en día es uno de los mejores especialistas de toda la provincia. «Empecé en esto hace 32 años. Por aquel entonces la verdad es que daba miedo trabajar con explosivos porque no sabías bien cómo era el trabajo ni lo que te esperaba.
Aunque es verdad que, cuanta más confianza tienes, peor, porque es cuando se cometen más fallos. En este trabajo no hay que tener miedo, pero sí respeto. No se puede ir con prisas porque estamos trabajando con pólvora.
Es mejor que la preparación dure tres horas más y el trabajo sea seguro que ahorrar dinero y que haya alguna desgracia», señala Emiliano López.
Hoy en día, en este tipo de trabajos se utilizan aparatos de control remoto que accionan a distancia la dinamita, pero hace 20 años todo este proceso era manual.
«Me he llevado algún susto cuando los explosivos no eran con pega eléctrica, sino con mecha. Se acababa de tapar el explosivo, se encendía y había que salir corriendo porque reventaba la roca casi al momento.
En aquel momento no se tapaban las voladuras con bandas de goma, como ahora; si tropezabas podía costarte la vida. Ahora se acciona a distancia y no hay ese tipo de problemas. La dificultad surge más a la hora de tapar todo bien con bandas de goma para que no salten trozos del material que volamos», afirma López.
Este artificiero pertenece al grupo número tres: aunque le gusta su trabajo, si pudiera elegir, a día de hoy se dedicaría a otra cosa porque no es un trabajo carente de riesgos.
En julio fallecía un vigilante de seguridad al que una piedra le golpeaba en la cabeza durante una voladura hecha por otra empresa en Ponteceso (A Coruña).
De la tierra al aire
Luis Berdei lleva una empresa especializada en trabajos verticales y espacios confinados. Lo primero significa que puede colgarse de un arnés a 30 metros del suelo y ponerse tranquilamente a limpiar las cristaleras de un edificio de diez pisos o a colocar el canalón en un tejado de la misma altura.
Lo segundo, que es capaz de meterse en lugares de espacio muy reducido y difícil acceso cuya evacuación en caso de accidente sólo podría llevarse a cabo por especialistas.
Repgal, así se llama su empresa, cuenta con tres trabajadores, uno de ellos Berdei. «Empecé con esto hace unos 16 años. Siempre me gustó el alpinismo, y fui haciendo pequeños trabajos en varias empresas de este tipo hasta que me instalé como autónomo y formé esta empresa.
Somos pocos porque aunque no es difícil encontrar gente, muchas veces les damos formación, que sale en unos 500 euros, y a los dos meses se van con otra empresa .
El problema es que en cuanto un chavalín ve un sueldo de 1.400 euros, no se lo piensa, se intenta meter en esto sin tener formación, y eso es muy peligroso. Hace falta experiencia. A día de hoy ya hay algunos títulos que la certifican», señala.
Berdei pertenece al grupo número dos. Le gusta su trabajo y opina que no conlleva mayor riesgo, como acredita la baja, o incluso nula siniestralidad laboral en el sector.
«En este tipo de trabajos todo va medido al milímetro. Es raro que haya accidentes, pero está claro que para dedicarse a esto hay que valer, no puede hacerlo cualquiera», afirma.
Sin embargo, reconoce que hay momentos difíciles en los que se pasa mucho miedo. «El trabajo más arriesgado o complicado que he hecho es la instalación de las guindolas eléctricas en la central térmica de As Pontes.
Estás a 200 metros de altura y tienes que fijar y suspender cables de acero de 11 milímetros, lo que supone un peso de 40 kilos aproximados que tienes que aguantar para, desde arriba, lanzarlos y poder así conectar abajo la guindola. Llega un momento que es tal el peso que tienes colgado que te arrastra.
La chimenea tiene un paso de unos 75 centímetros. Subimos dos personas y a mi compañero le dio una especie de ataque de pánico. A mí nunca me ha llegado a pasar eso, pero nunca se sabe», concluye Berdei.
Del aire al mar
Para Antonio Luna, socio fundador de la empresa Galacuatic, especializada en buceo profesional, la vocación le llegó de manera casual. La primera vez que respiró de una botella de oxígeno fue durante un curso de formación en la Escuela de Buceo Profesional de Galicia. Los riesgos en esta profesión los achaca al medio. «En el buceo te mueves en un medio que no es tuyo.
Yo trabajaba para otras empresas hace unos años. Aquello sí que implicaba riesgos porque no había medios adecuados ni medidas de seguridad. De las actividades que desarrollamos en la empresa, el buceo es lo más complicado, sobre todo por la falta de visibilidad.
Un trabajo que puede llevar cinco minutos con luz, sin ella puede llevar una hora; no sabes donde estás realmente metido», comenta Luna.
Este joven afirma no haber sufrido momentos especialmente duros bajo el agua. No obstante, reconoce que lo más angustiante no es estar en el fondo, sino la espera de los compañeros en la superficie.
«Sustos me he llevado alguno, pero siempre son pequeñas cosas, tirones, golpes... Se sufre bastante más cuando estás en la superficie, los compañeros están abajo y no sabes qué es lo que está pasando», concluye Luna.
Del mar al fuego
En los tiempos que corren, una plaza de funcionario resulta casi una garantía de vida. Sin embargo, cada vez que Alfonso Mondelo recibe un aviso en la base de bomberos de Lugo, nunca sabe a ciencia cierta lo que se va a encontrar.
Lleva 20 años en el cuerpo y aún hoy es el día en que una sensación de nerviosismo e incertidumbre le invade cada vez que se dirige a hacer su trabajo, ya sea apagar un incendio, excarcelar algún cuerpo, con o sin vida, o acudir a un garaje inundado sin saber qué tipo de gases o cuánto oxígeno albergará el espacio en el que va a permanecer los siguientes minutos.
«En esta profesión todo es incertidumbre, pero llegas a amar el trabajo. A veces te involucras demasiado porque ayudar a la gente hace que veas las cosas de otra forma. Desde que sales en el camión hasta que llegas al lugar, son todo nervios.
Nos ha pasado estar en un pasillo de una casa apagando un incendio y cuando queda libre de humo comprobar que en las habitaciones de al lado no había suelo», señala Mondelo.
Aunque reconoce que con la edad ese espíritu se serena, lo cierto es que hay momentos en los que no valen nervios de acero. «Hace doce años acudimos para retirar el cadáver de una persona fallecida en una zanja de entre cuatro y seis metros de profundidad. Hubo un derrumbe. Murió en el acto.
Nos metimos allí nueve bomberos con la zona casi sin apuntalar. Hubo otro derrumbe que casi coge a dos compañeros, además de la lluvia que no dejaba de caer. El juez nos dijo que el cadáver no se podía tocar, que tenía que salir intacto.
Trabajamos durante más de seis horas, casi boca abajo. Al acabar, algún compañero salió llorando de allí debido a la tensión acumulada. Luego hubo discusiones debido a la mala actuación en lo referente a nuestra propia seguridad, pero eran otros tiempos. También recuerdo una vez que acudimos a apagar un incendio en Frigsa.
No faltó nada para que un motor de un aparato refrigerador de 15.000 kilos se nos cayera encima», recuerda.
A pesar de tratarse de trabajos de alto riesgo propios de superhéroes, lo cierto es que sus sueldos poco o nada tienen de espectacular. Ciudadanos comunes en sus ratos libres, se convierten en trabajadores excepcionales una vez se calzan la ropa de faena y deciden jugarse la vida un día más.
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