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Pide dinero el alcalde de esta hermosa y conformista ciudad a la Junta y al Gobierno de España porque ve el futuro negro para financiar la prestación de los servicios públicos, y así están todos. Así están los ayuntamientos, las autonomías, el Estado en su conjunto que busca ingresos adicionales y no los encuentra ni en los impuestos, ni en los bancos, ni en los mercados financieros, y vaya usted a saber si no hay mal que por bien no venga y sea ésta la única forma de que se aprieten el cinturón y reduzcan sus despilfarros. Verán que el debate acerca de los impuestos, de que si IVA o ganancias de capital, si pagarán los más ricos o las clases medias, es intenso y mediático, político y técnico, pero hablar de gastos resulta inoportuno o accesorio. Y es que el ciudadano se defiende tenaz de la rapacidad fiscal que le saca el dinero de su bolsillo y se resiste e inventa mil fórmulas de evasión, pero una vez saqueado pierde interés por saber que se hará con su dinero porque reconoce su impotencia e indefensión. El ingreso es cosa de todos, de los contribuyentes, de los «taxpayers», de los currantes, de las empresas, de los inversores; pero el gasto es asunto de los políticos, o sea de los partidos a la conquista del Estado para desde las alturas dominantes colonizar el resto del cuerpo social. Ante las cuestiones básicas sobre en qué se gasta y cómo se gasta, el ciudadano entrega armas y pertrechos y da por perdida la batalla antes de darla, se inhibe y aspira tan sólo a recibir un trozo del pastel redistributivo.
Esta Sevilla que ya es eterna porque ha sobrevivido a denodados intentos de extinción por parte de sus gestores, que se alimenta de su historia, su espíritu, su autoestima y sus sueños, ha sido y es testigo de dispendios sin número, de proyectos absurdos, inacabados o retrasados, de actuaciones caprichosas y antieconómicas, sin que la ciudadanía se rebele. Si fue una urbe mercantil, hace mucho tiempo que debió dejar de serlo porque poco importa el mucho gasto y la poca eficacia, y nadie alude al coste de oportunidad de los fondos empleados. Refugiados en la docilidad, en el «más vale tarde que nunca» y en el «bien está lo que mediocremente acaba», festejamos hasta los retrasos, celebramos hasta las derrotas. Un tranvía cortito y a la espera eterna de su prolongación y de unas baterías que le liberen de las catenarias, un metro eternizable, unas actuaciones urbanísticas discutibles o simplemente descabelladas, y unos servicios deficientes bastan para callar la boca a los ciudadanos despistados entre planes estratégicos y presuntas participaciones ciudadanas. Cuando todas las empresas bajan los precios en un contexto de recesión y descenso de la demanda, «ellos» subirán el billete de los transportes públicos asfixiados por el tráfico y la presión laboral, subirán el precio del agua, monopolio público que posee el despótico poder de subir los precios cuando bajan las ventas, aumentarán los precios públicos y tasas de todos esos servicios que el alcalde Sánchez Monteseirín advierte que pueden llegar a prestarse con «menoscabo» de su «eficiencia y su eficacia», y siempre quedará dinero para financiar el clientelismo, las televisiones municipales, los fastos y festejos partidistas y las propagandas diversas.
Pero a la fuerza ahorcan y le ha llegado el momento al gasto público impune, al que se resistía a la racionalidad y a la sensatez, a ese gasto al que los ciudadanos no echaban cuenta porque era cosa de los políticos y su financiación caía cual maná del cielo. La recesión pone en su sitio a la demanda y al índice de precios al consumo, y de paso a todos nosotros, ayuntamientos incluidos. Mal momento para pedir dinero a nadie. Lo que toca es adelgazar.
Pide dinero el alcalde de esta hermosa y conformista ciudad a la Junta y al Gobierno de España porque ve el futuro negro para financiar la prestación de los servicios públicos, y así están todos. Así están los ayuntamientos, las autonomías, el Estado en su conjunto que busca ingresos adicionales y no los encuentra ni en los impuestos, ni en los bancos, ni en los mercados financieros, y vaya usted a saber si no hay mal que por bien no venga y sea ésta la única forma de que se aprieten el cinturón y reduzcan sus despilfarros. Verán que el debate acerca de los impuestos, de que si IVA o ganancias de capital, si pagarán los más ricos o las clases medias, es intenso y mediático, político y técnico, pero hablar de gastos resulta inoportuno o accesorio. Y es que el ciudadano se defiende tenaz de la rapacidad fiscal que le saca el dinero de su bolsillo y se resiste e inventa mil fórmulas de evasión, pero una vez saqueado pierde interés por saber que se hará con su dinero porque reconoce su impotencia e indefensión. El ingreso es cosa de todos, de los contribuyentes, de los «taxpayers», de los currantes, de las empresas, de los inversores; pero el gasto es asunto de los políticos, o sea de los partidos a la conquista del Estado para desde las alturas dominantes colonizar el resto del cuerpo social. Ante las cuestiones básicas sobre en qué se gasta y cómo se gasta, el ciudadano entrega armas y pertrechos y da por perdida la batalla antes de darla, se inhibe y aspira tan sólo a recibir un trozo del pastel redistributivo.
Esta Sevilla que ya es eterna porque ha sobrevivido a denodados intentos de extinción por parte de sus gestores, que se alimenta de su historia, su espíritu, su autoestima y sus sueños, ha sido y es testigo de dispendios sin número, de proyectos absurdos, inacabados o retrasados, de actuaciones caprichosas y antieconómicas, sin que la ciudadanía se rebele. Si fue una urbe mercantil, hace mucho tiempo que debió dejar de serlo porque poco importa el mucho gasto y la poca eficacia, y nadie alude al coste de oportunidad de los fondos empleados. Refugiados en la docilidad, en el «más vale tarde que nunca» y en el «bien está lo que mediocremente acaba», festejamos hasta los retrasos, celebramos hasta las derrotas. Un tranvía cortito y a la espera eterna de su prolongación y de unas baterías que le liberen de las catenarias, un metro eternizable, unas actuaciones urbanísticas discutibles o simplemente descabelladas, y unos servicios deficientes bastan para callar la boca a los ciudadanos despistados entre planes estratégicos y presuntas participaciones ciudadanas. Cuando todas las empresas bajan los precios en un contexto de recesión y descenso de la demanda, «ellos» subirán el billete de los transportes públicos asfixiados por el tráfico y la presión laboral, subirán el precio del agua, monopolio público que posee el despótico poder de subir los precios cuando bajan las ventas, aumentarán los precios públicos y tasas de todos esos servicios que el alcalde Sánchez Monteseirín advierte que pueden llegar a prestarse con «menoscabo» de su «eficiencia y su eficacia», y siempre quedará dinero para financiar el clientelismo, las televisiones municipales, los fastos y festejos partidistas y las propagandas diversas.
Pero a la fuerza ahorcan y le ha llegado el momento al gasto público impune, al que se resistía a la racionalidad y a la sensatez, a ese gasto al que los ciudadanos no echaban cuenta porque era cosa de los políticos y su financiación caía cual maná del cielo. La recesión pone en su sitio a la demanda y al índice de precios al consumo, y de paso a todos nosotros, ayuntamientos incluidos. Mal momento para pedir dinero a nadie. Lo que toca es adelgazar.
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