08/11/2009 EL PAIS
La esencia de la política es elegir entre bienes igualmente valiosos que no admiten discriminación científica. Conceder prioridad a la integración de inmigrantes sobre las dificultades de acceso al mercado de trabajo de personas mayores no halla solución inequívoca recurriendo a criterios analíticos, más bien sucede lo contrario: la técnica o la ciencia son útiles y adecuadas para aplicar decisiones previamente adoptadas, nunca para tomarlas, si así fuera, gobernarían ingenieros o juristas. La legitimidad para establecer las políticas corresponde a quien recibe la confianza ciudadana por sufragio universal. En democracia, gente no experta (con legitimidad política) dirige a gente experta (legitimada por mérito y capacidad acreditada en un proceso selectivo).
Para que gente no experta dirija a gente experta es necesario que se intercale entre ambos ámbitos gente que, equilibradamente, conjugue compromiso y afinidad política con solvencia técnica y profesional. La Dirección Pública ha de cumplir esta misión. Así lo prescribe la Constitución en el artículo 97 al configurar la Administración como una función de gobierno: el Gobierno dirige la Administración. La Dirección Pública se erige en el eslabón que une legitimidad democrática y viabilidad operativa en su doble dimensión jurídica y técnica.
Los autores de este libro plantean los problemas que aquejan a la Dirección Pública y proponen un modelo de regulación que trate de armonizar su doble dimensión: por un lado, la capacidad de propiciar respaldo político para buenas ideas, por otro, la disposición de conocimiento analítico para que los funcionarios la apliquen. Este tipo ideal de la Dirección Pública contrasta abiertamente con la oscilación en la ocupación de cargos directivos experimentada entre el predominio de la confianza política en el nombramiento y la designación preferente de altos funcionarios. Tanto Jiménez Asensio como Villoria señalan el dilema y las negativas consecuencias de una y otra alternativa. La constatación en pruebas selectivas de conocimiento técnico no presume habilidad y capacidad directiva (un excelente funcionario puede ser un directivo pésimo) y, obviamente, la confianza política no resulta suficiente para desempeñar la función directiva. Por tanto, ni la Dirección Pública debe constituir el último estadio de una carrera administrativa ejemplar ni tampoco el patrimonio de un partido para ubicar a políticos cesantes.
Los rasgos que deben caracterizar la Dirección Pública aparecen en el libro rigurosamente analizados y normativamente propuestos como la regulación deseable. En primer lugar, la descripción precisa del puesto directivo que se pretende cubrir; en segundo lugar, la exigencia de un proceso de selección sujeto a concurrencia y publicidad donde quien aspire a desempeñarlo haya de acreditar mérito, capacidad e idoneidad; en tercer lugar, el directivo público debe disponer de competencias propias o delegadas, es decir, de autonomía en la gestión de recursos humanos, presupuestaria y de organización. En cuarto lugar y estrechamente vinculada a la anterior, un marco de responsabilidad directiva o gerencial en el que se identifiquen y precisen los objetivos mediante un contrato de gestión donde figuren indicadores que permita la posterior evaluación. En quinto lugar y, en coherencia con las condiciones del acuerdo de gestión, una retribución variable con un sistema de incentivos que premie o penalice la actividad directiva. Por último, el dato fundamental del cese, bien por término de la misión o por inadecuado desempeño del encargo, en ningún caso por la falta de confianza política.
Se trata de una coherente propuesta todavía alejada de la legislación española, tanto en su primera regulación (Ley de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado) como en la más perfilada de la Ley de Agencias y del Estatuto Básico del Empleado Público. En el tercer capítulo de la obra Alberto Palomar expone los avances y las carencias de esta normativa.
Una Dirección Pública profesional exige un diseño institucional que impida los peores efectos de la partitocracia y de la no menos virtual ocupación corporativista de los altos funcionarios. Hasta ahora, como los autores señalan, la función directiva se ha movido entre estos dos polos.
La duda que deja la lectura de este interesante libro es si el dilema que atrapa la regulación de la función directiva pudiera encontrar remedio en un acuerdo de gestión con precisión de objetivos y cese por incapacidad para alcanzarlos, sobre todo por la complejidad de concretar un objetivo político, y si fuera posible su detalle, se hallaría más cerca de un mandato de ejecución que de la necesaria autonomía y flexibilidad requerida por la dirección pública para el desempeño del encargo.
La esencia de la política es elegir entre bienes igualmente valiosos que no admiten discriminación científica. Conceder prioridad a la integración de inmigrantes sobre las dificultades de acceso al mercado de trabajo de personas mayores no halla solución inequívoca recurriendo a criterios analíticos, más bien sucede lo contrario: la técnica o la ciencia son útiles y adecuadas para aplicar decisiones previamente adoptadas, nunca para tomarlas, si así fuera, gobernarían ingenieros o juristas. La legitimidad para establecer las políticas corresponde a quien recibe la confianza ciudadana por sufragio universal. En democracia, gente no experta (con legitimidad política) dirige a gente experta (legitimada por mérito y capacidad acreditada en un proceso selectivo).
Para que gente no experta dirija a gente experta es necesario que se intercale entre ambos ámbitos gente que, equilibradamente, conjugue compromiso y afinidad política con solvencia técnica y profesional. La Dirección Pública ha de cumplir esta misión. Así lo prescribe la Constitución en el artículo 97 al configurar la Administración como una función de gobierno: el Gobierno dirige la Administración. La Dirección Pública se erige en el eslabón que une legitimidad democrática y viabilidad operativa en su doble dimensión jurídica y técnica.
Los autores de este libro plantean los problemas que aquejan a la Dirección Pública y proponen un modelo de regulación que trate de armonizar su doble dimensión: por un lado, la capacidad de propiciar respaldo político para buenas ideas, por otro, la disposición de conocimiento analítico para que los funcionarios la apliquen. Este tipo ideal de la Dirección Pública contrasta abiertamente con la oscilación en la ocupación de cargos directivos experimentada entre el predominio de la confianza política en el nombramiento y la designación preferente de altos funcionarios. Tanto Jiménez Asensio como Villoria señalan el dilema y las negativas consecuencias de una y otra alternativa. La constatación en pruebas selectivas de conocimiento técnico no presume habilidad y capacidad directiva (un excelente funcionario puede ser un directivo pésimo) y, obviamente, la confianza política no resulta suficiente para desempeñar la función directiva. Por tanto, ni la Dirección Pública debe constituir el último estadio de una carrera administrativa ejemplar ni tampoco el patrimonio de un partido para ubicar a políticos cesantes.
Los rasgos que deben caracterizar la Dirección Pública aparecen en el libro rigurosamente analizados y normativamente propuestos como la regulación deseable. En primer lugar, la descripción precisa del puesto directivo que se pretende cubrir; en segundo lugar, la exigencia de un proceso de selección sujeto a concurrencia y publicidad donde quien aspire a desempeñarlo haya de acreditar mérito, capacidad e idoneidad; en tercer lugar, el directivo público debe disponer de competencias propias o delegadas, es decir, de autonomía en la gestión de recursos humanos, presupuestaria y de organización. En cuarto lugar y estrechamente vinculada a la anterior, un marco de responsabilidad directiva o gerencial en el que se identifiquen y precisen los objetivos mediante un contrato de gestión donde figuren indicadores que permita la posterior evaluación. En quinto lugar y, en coherencia con las condiciones del acuerdo de gestión, una retribución variable con un sistema de incentivos que premie o penalice la actividad directiva. Por último, el dato fundamental del cese, bien por término de la misión o por inadecuado desempeño del encargo, en ningún caso por la falta de confianza política.
Se trata de una coherente propuesta todavía alejada de la legislación española, tanto en su primera regulación (Ley de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado) como en la más perfilada de la Ley de Agencias y del Estatuto Básico del Empleado Público. En el tercer capítulo de la obra Alberto Palomar expone los avances y las carencias de esta normativa.
Una Dirección Pública profesional exige un diseño institucional que impida los peores efectos de la partitocracia y de la no menos virtual ocupación corporativista de los altos funcionarios. Hasta ahora, como los autores señalan, la función directiva se ha movido entre estos dos polos.
La duda que deja la lectura de este interesante libro es si el dilema que atrapa la regulación de la función directiva pudiera encontrar remedio en un acuerdo de gestión con precisión de objetivos y cese por incapacidad para alcanzarlos, sobre todo por la complejidad de concretar un objetivo político, y si fuera posible su detalle, se hallaría más cerca de un mandato de ejecución que de la necesaria autonomía y flexibilidad requerida por la dirección pública para el desempeño del encargo.
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