La construcción de la inseguridad
Un fantasma recorre Barcelona, el fantasma de la inseguridad. En los periódicos catalanes se explicaba el 25 de diciembre que el barómetro municipal del último semestre sitúa la inseguridad, con un 19,6%, como lo que más preocupa a la ciudadanía. EL PAÍS titulaba "La inseguridad es ya el primer problema para los barceloneses"; Avui sumaba este porcentaje al 4,1% que ha elegido la reciente categoría del incivismo en un 23,7%, que evidenciaría el malestar por las condiciones de vida en la calle; y según La Vanguardia, el paro, en segundo lugar, más los problemas económicos, un 11,6%, sumarían un 23,1%, mostrando el peso de la crisis económica. Sorprendentemente, el mismo ayuntamiento en su página web le da a la inseguridad sólo un 6,5 %, y destaca que la suma de la preocupación por el paro y por las condiciones de trabajo sería el mayor problema, un 20,6%. Parte de la imprecisión radica en la misma encuesta: las preguntas ya proponen los problemas a elegir, dando pocos márgenes de respuesta y no entrando en matices o análisis.
Barcelona, como la mayoría de ciudades europeas, es segura, si la comparamos con las ciudades de otros continentes
En cualquier caso, la percepción de inseguridad es uno de los fenómenos más relativos y ambiguos. No se puede restar importancia a los atracos y a los robos en pisos y coches, pero Barcelona, como la mayoría de ciudades europeas, es segura, si la comparamos con las grandes ciudades de otros continentes. En ella domina la convivencia y la voluntad de ser un ámbito para la vida democrática. Quien considera Barcelona insegura es que ni viaja ni ve películas ni se pasea la ciudad, sino que vive en su burbuja de televisión y automóvil. Ciertamente, europeos y norteamericanos, viviendo en las sociedades más desarrolladas y seguras, criados entre mimos y algodones, son los que más obsesivamente se sienten amenazados por la inseguridad; una percepción que es privilegio de los que tienen algo que perder.
Además, la inseguridad es siempre una construcción. La industria de la seguridad da mucho negocio: urbanizaciones cerradas, sistemas de vigilancia, seguridad privada, etc. Y reclamar más seguridad conduce a más policía y más control. Que esta difusa sensación de inseguridad se extienda es muy negativo para una ciudad, ya que, no sólo refuerza la industria del miedo, sino que aumenta la desconfianza; criminaliza a los otros, a los más vulnerables; vacía las calles, plazas y tejidos urbanos históricos; y disminuye los valores democráticos de solidaridad y cohesión. Algo tan indefinido y difuso, que existe tanto por la experiencia personal como por la insistencia o no de los medios de comunicación, magnificando los problemas de inseguridad y violencia, y no los valores positivos de cada sociedad, es, efectivamente, un fantasma urbano.
En los últimos meses algunos hechos, especialmente el debate sobre la prostitución en la calle a partir de la publicación, a principios de septiembre, de flagrantes e inquietantes fotografías, han tenido un gran impacto en la ciudadanía y han potenciado una imagen de degradación, sobre todo en Ciutat Vella, donde ya hace meses se promueve la ambigua campaña Volem un barri digne, que se ha extendido hasta el Poble Sec.
Es evidente que aumentan sensaciones diversas y entremezcladas: desamparo, desafección política, desconfianza, descontento. Pero son cosas distintas las crisis políticas y económicas que la sensación de inseguridad en la calle. Y es algo que corresponde a sociólogos y antropólogos interpretar y nombrar. En Francia, a finales de los años sesenta, se acuñó el término "sarcellitis" (en relación con la ville nouvelle de Sarcelles, deshumanizada y repetitiva) como premonitoria enfermedad de las nuevas ciudades y de los suburbios; y posteriormente se afianzó el énfasis en la seguridad personal y la estigmatización de la delincuencia.
Hoy, la omnipresencia del problema de la inseguridad es la demostración de una sensación difusa e intensa de desamparo, en nuestros tiempos de crisis y transformación, en lo que Zygmunt Bauman ha caracterizado como "modernidad líquida". Es el síntoma de un malestar que, más que barómetros, pancartas y controles, requiere de un tratamiento mucho más profundo, de acciones para conocer y afrontar los conflictos, y de experiencias para aprender a convivir con la diferencia.
Un fantasma recorre Barcelona, el fantasma de la inseguridad. En los periódicos catalanes se explicaba el 25 de diciembre que el barómetro municipal del último semestre sitúa la inseguridad, con un 19,6%, como lo que más preocupa a la ciudadanía. EL PAÍS titulaba "La inseguridad es ya el primer problema para los barceloneses"; Avui sumaba este porcentaje al 4,1% que ha elegido la reciente categoría del incivismo en un 23,7%, que evidenciaría el malestar por las condiciones de vida en la calle; y según La Vanguardia, el paro, en segundo lugar, más los problemas económicos, un 11,6%, sumarían un 23,1%, mostrando el peso de la crisis económica. Sorprendentemente, el mismo ayuntamiento en su página web le da a la inseguridad sólo un 6,5 %, y destaca que la suma de la preocupación por el paro y por las condiciones de trabajo sería el mayor problema, un 20,6%. Parte de la imprecisión radica en la misma encuesta: las preguntas ya proponen los problemas a elegir, dando pocos márgenes de respuesta y no entrando en matices o análisis.
Barcelona, como la mayoría de ciudades europeas, es segura, si la comparamos con las ciudades de otros continentes
En cualquier caso, la percepción de inseguridad es uno de los fenómenos más relativos y ambiguos. No se puede restar importancia a los atracos y a los robos en pisos y coches, pero Barcelona, como la mayoría de ciudades europeas, es segura, si la comparamos con las grandes ciudades de otros continentes. En ella domina la convivencia y la voluntad de ser un ámbito para la vida democrática. Quien considera Barcelona insegura es que ni viaja ni ve películas ni se pasea la ciudad, sino que vive en su burbuja de televisión y automóvil. Ciertamente, europeos y norteamericanos, viviendo en las sociedades más desarrolladas y seguras, criados entre mimos y algodones, son los que más obsesivamente se sienten amenazados por la inseguridad; una percepción que es privilegio de los que tienen algo que perder.
Además, la inseguridad es siempre una construcción. La industria de la seguridad da mucho negocio: urbanizaciones cerradas, sistemas de vigilancia, seguridad privada, etc. Y reclamar más seguridad conduce a más policía y más control. Que esta difusa sensación de inseguridad se extienda es muy negativo para una ciudad, ya que, no sólo refuerza la industria del miedo, sino que aumenta la desconfianza; criminaliza a los otros, a los más vulnerables; vacía las calles, plazas y tejidos urbanos históricos; y disminuye los valores democráticos de solidaridad y cohesión. Algo tan indefinido y difuso, que existe tanto por la experiencia personal como por la insistencia o no de los medios de comunicación, magnificando los problemas de inseguridad y violencia, y no los valores positivos de cada sociedad, es, efectivamente, un fantasma urbano.
En los últimos meses algunos hechos, especialmente el debate sobre la prostitución en la calle a partir de la publicación, a principios de septiembre, de flagrantes e inquietantes fotografías, han tenido un gran impacto en la ciudadanía y han potenciado una imagen de degradación, sobre todo en Ciutat Vella, donde ya hace meses se promueve la ambigua campaña Volem un barri digne, que se ha extendido hasta el Poble Sec.
Es evidente que aumentan sensaciones diversas y entremezcladas: desamparo, desafección política, desconfianza, descontento. Pero son cosas distintas las crisis políticas y económicas que la sensación de inseguridad en la calle. Y es algo que corresponde a sociólogos y antropólogos interpretar y nombrar. En Francia, a finales de los años sesenta, se acuñó el término "sarcellitis" (en relación con la ville nouvelle de Sarcelles, deshumanizada y repetitiva) como premonitoria enfermedad de las nuevas ciudades y de los suburbios; y posteriormente se afianzó el énfasis en la seguridad personal y la estigmatización de la delincuencia.
Hoy, la omnipresencia del problema de la inseguridad es la demostración de una sensación difusa e intensa de desamparo, en nuestros tiempos de crisis y transformación, en lo que Zygmunt Bauman ha caracterizado como "modernidad líquida". Es el síntoma de un malestar que, más que barómetros, pancartas y controles, requiere de un tratamiento mucho más profundo, de acciones para conocer y afrontar los conflictos, y de experiencias para aprender a convivir con la diferencia.
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