este año que empezamos ofrece formas esféricas: el número veinte, seguido por su mitad. Dicen que los gorditos son apacibles, ojalá. Claro que siempre que escucho eso me acuerdo de Los asesinos de la luna de miel, una peli de 1970 en donde la asesina protagonista era una espeluznante obesa. Pero olvidemos esa imagen y saludemos este año aferrándonos al tópico. Les deseo un año bonachón y redondo.
“Me dirigí al ‘maître’ y le pregunté a quién protegía nuestro hombre”
Y a otra cosa. Se cumplen veinte años de la primera ocasión en que vi a un hombre con un arma, apostado a la puerta de un comercio. Fue en Ciudad de México, y entonces pensé: que espero que a mi país nunca le llegue semejante necesidad. La figura del segurata, sin embargo, nos resulta hoy tan familiar que apenas nos fijamos en él. Nos hemos habituado a los cambios a peor –con todos mis respetos para esos caballeros y su necesaria profesión–, igual que nos acostumbramos a los buenos.
Hace unos pocos días me encontraba compartiendo almuerzo con unos amigos. De un vistazo, comprendí que el amable caballero que comía solo en una mesa situada cerca de la puerta del restaurante, pendiente de su teléfono móvil y de la calle, era un escolta, un guardaespaldas. He estado lo bastante cerca de políticos y de directores de periódico amenazados como para distinguir, en cuanto se materializa, a uno de estos ángeles de la guarda de alquiler. También me he habituado a su presencia en lugares públicos; tanto, como a la de los empleados de seguridad que patrullan a la puerta de todo tipo de establecimientos.
Los escoltas suelen sentarse, discretamente, en un lugar lo bastante cercano a su protegido, para entrar rápidamente en acción; y lo bastante lejano como para captar la menor amenaza que pueda producirse en torno al susodicho. Curiosamente, el tipo del restaurante no se encontraba en la misma sala que su empleador. La única mesa ocupada era la nuestra. Era obvio que el escolta, sentado junto a la puerta –de espaldas a ella, pero sin dejar de girarse para mirar–, estaba allí para detener el ingreso a alguien concreto.
Llámenme novelera, lo acepto. Como soy amiga de la casa, me dirigí al maître y le pregunté a quién protegía nuestro hombre. Sonrió y me dijo: “A un empresario que está arriba, en un salón privado. Comprenderá que no puedo revelar su nombre”.
Ah, amigos míos. Ante la palabra empresario, mi imaginación se desató. ¿Se trataría, por ventura, del propio y vero presidente de la CEOE y responsable del desastre de Air Comet, el ocurrente señor Díaz Ferrán? ¿Honraba él con su personal encanto nuestros salones? Mi mente llegó al extremo de suponer que su protector se había apostado a la puerta para impedir la entrada de cualquiera que pareciera lo bastante tonto como para haber comprado un billete de avión en su compañía. Compartí esta disparatada hipótesis con mis amigos: quizá el señor Díaz Ferrán, madrileño, es un decidido forofo de este restaurante barcelonés, y no duda en desplazarse a mi ciudad –supongo que con Iberia, o mejor aún, en jet privado, propio de un compañero de la patronal– para degustar unos delicados peus de porc rellenos de setas variadas. Una de las personas que comía conmigo está, más modestamente, en ese caso: madrileña, viaja a menudo a Cataluña para gozar de su excelente gastronomía.
Fue precisamente esta amiga quien me bajó del guindo con una brusca observación:
–Si es por empresarios o gestores a quienes alguien puede partirles la cara, como resultado de sus tropelías, anda que aquí, en tu tierra, no vais bien servidos…
Collons, qué gran verdad. Podría ser Millet, me dije, el desvalijador del Palau de la Música Catalana, que sigue en la calle tan campante esperando el juicio y que piensa (cuando escribo esto: quince días antes de que ustedes lo lean, aviso, como siempre) salir tan impune como para presentarse a la presidencia del Barça. Quizá esté celebrándolo arriba, y el de abajo va a impedir la entrada a cualquiera con trazas de violinista o de melómano cabreado. ¿Y si son Prenafeta y Alavedra con sus respectivas señoras? ¿O algún valenciano o algún mallorquín peperos (aunque a estos últimos sí los están metiendo en la trena)? Francamente, amigos, yo de ustedes escoltaría a los escoltas que se quedan en la puerta y esperaría acontecimientos.
E insisto: pese a todo, disfruten de un 2010 redondo.
“Me dirigí al ‘maître’ y le pregunté a quién protegía nuestro hombre”
Y a otra cosa. Se cumplen veinte años de la primera ocasión en que vi a un hombre con un arma, apostado a la puerta de un comercio. Fue en Ciudad de México, y entonces pensé: que espero que a mi país nunca le llegue semejante necesidad. La figura del segurata, sin embargo, nos resulta hoy tan familiar que apenas nos fijamos en él. Nos hemos habituado a los cambios a peor –con todos mis respetos para esos caballeros y su necesaria profesión–, igual que nos acostumbramos a los buenos.
Hace unos pocos días me encontraba compartiendo almuerzo con unos amigos. De un vistazo, comprendí que el amable caballero que comía solo en una mesa situada cerca de la puerta del restaurante, pendiente de su teléfono móvil y de la calle, era un escolta, un guardaespaldas. He estado lo bastante cerca de políticos y de directores de periódico amenazados como para distinguir, en cuanto se materializa, a uno de estos ángeles de la guarda de alquiler. También me he habituado a su presencia en lugares públicos; tanto, como a la de los empleados de seguridad que patrullan a la puerta de todo tipo de establecimientos.
Los escoltas suelen sentarse, discretamente, en un lugar lo bastante cercano a su protegido, para entrar rápidamente en acción; y lo bastante lejano como para captar la menor amenaza que pueda producirse en torno al susodicho. Curiosamente, el tipo del restaurante no se encontraba en la misma sala que su empleador. La única mesa ocupada era la nuestra. Era obvio que el escolta, sentado junto a la puerta –de espaldas a ella, pero sin dejar de girarse para mirar–, estaba allí para detener el ingreso a alguien concreto.
Llámenme novelera, lo acepto. Como soy amiga de la casa, me dirigí al maître y le pregunté a quién protegía nuestro hombre. Sonrió y me dijo: “A un empresario que está arriba, en un salón privado. Comprenderá que no puedo revelar su nombre”.
Ah, amigos míos. Ante la palabra empresario, mi imaginación se desató. ¿Se trataría, por ventura, del propio y vero presidente de la CEOE y responsable del desastre de Air Comet, el ocurrente señor Díaz Ferrán? ¿Honraba él con su personal encanto nuestros salones? Mi mente llegó al extremo de suponer que su protector se había apostado a la puerta para impedir la entrada de cualquiera que pareciera lo bastante tonto como para haber comprado un billete de avión en su compañía. Compartí esta disparatada hipótesis con mis amigos: quizá el señor Díaz Ferrán, madrileño, es un decidido forofo de este restaurante barcelonés, y no duda en desplazarse a mi ciudad –supongo que con Iberia, o mejor aún, en jet privado, propio de un compañero de la patronal– para degustar unos delicados peus de porc rellenos de setas variadas. Una de las personas que comía conmigo está, más modestamente, en ese caso: madrileña, viaja a menudo a Cataluña para gozar de su excelente gastronomía.
Fue precisamente esta amiga quien me bajó del guindo con una brusca observación:
–Si es por empresarios o gestores a quienes alguien puede partirles la cara, como resultado de sus tropelías, anda que aquí, en tu tierra, no vais bien servidos…
Collons, qué gran verdad. Podría ser Millet, me dije, el desvalijador del Palau de la Música Catalana, que sigue en la calle tan campante esperando el juicio y que piensa (cuando escribo esto: quince días antes de que ustedes lo lean, aviso, como siempre) salir tan impune como para presentarse a la presidencia del Barça. Quizá esté celebrándolo arriba, y el de abajo va a impedir la entrada a cualquiera con trazas de violinista o de melómano cabreado. ¿Y si son Prenafeta y Alavedra con sus respectivas señoras? ¿O algún valenciano o algún mallorquín peperos (aunque a estos últimos sí los están metiendo en la trena)? Francamente, amigos, yo de ustedes escoltaría a los escoltas que se quedan en la puerta y esperaría acontecimientos.
E insisto: pese a todo, disfruten de un 2010 redondo.
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