Creía haber descubierto la soledad en las rondas nocturnas como vigilante de seguridad en polígonos industriales y parques eólicos, pero esa no era la verdadera soledad. José se sintió completamente sólo cuando trabajaba a cubierto, en la puerta de unos grandes almacenes. La soledad llegó cuando se divorció y la jueza falló a favor de su mujer. “Las niñas, de 6 y 19 meses, se fueron con ella y yo sólo las veía los fines de semana. Tenía que pagar la pensión y la hipoteca, me quedaban libres menos de trescientos euros para vivir”, explica este joven coruñés. “De ahí tenía que sacar el dinero para pagar la letra del coche y buscar un nuevo techo, pero aumentando las horas extras de trabajo conseguí unos ingresos adicionales. Barajé varias opciones y decidí compartir piso con un compañero de trabajo; pasé de vivir en un dúplex a encerrarme en una habitación con derecho a cocina. Los fines de semana, cuando podía ver a mis hijas, las llevaba para casa de mis padres, porque no tenía espacio para ellas. Así nos fuimos arreglando hasta que comenzaron los despidos en la empresa y me tocó a mi. En paro todo se volvió más complicado y no que quedó más opción que volver a casa de mis padres”, explica José.
Era lo último que deseaba. Había dado demasiados “pasos hacia atrás” en los últimos e intentaba evitar por todos medios la vuelta a casa, pero no encontró otra salida. El “paraguas” familiar no solo da cobijo económico, es también un refugio ideal para pasar las crisis vitales. Esas malas rachas no tienen que ir asociadas siempre a un divorcio problemático, pero sí lo están en la mayor parte de los casos a un revés laboral.
Nuevas experiencias
Yolanda abandonó el hogar familiar, en Santiago , con 18 años para estudiar Publicidad y Relaciones Públicas en Pontevedra. De allí, arrastrada por las ansias artísticas de su novio y su afán por nuevas experiencias, se fue a Madrid para trabajar en una importante empresa del sector. Era una de las creativas más respetas y se convirtió en un referente en el diseño para portales de Internet; sus tiempos de bonanza coincidieron con éxitos de su pareja y decidieron comprar un piso en una exclusiva urbanización de la capital, sin “dedicarle mucho tiempo a pensar como iban a pagar esa hipoteca”. Las cosas salían y la pareja se dejaba llevar, hasta que llegó la “famosa crisis”. El primero en notarla fue Carlos, incapaz de vivir del arte, tuvo compatibilizar
la pintura con el turno en una compañía financiera para mantener el nivel de ingresos.
La recesión también llegó a la agencia para la que trabajaba Yolanda, pero se salvó de la primera oleada de despidos. Viendo que las cosas se complicaban, pusieron el piso a la venta. La burbuja inmobiliaria ya había explotado y el comprador de vivienda en el centro de la capital “es una especie en peligro de extinción”. Antes de que llegasen ofertas en firme por el piso, llegó la carta de despido de Yolanda. La empresa cerraba y les indicaban el camino de la oficina de empleo. En el paro estuvo unos meses hasta que encontró un trabajo en Santiago. “Cobro mucho menos que antes pero estoy en casa de mis padres”, explica. “No tengo una mala relación con ellos, pero no me agrada la idea de volver a casa. Lo tomo como algo temporal, hasta que Carlos encuentre un trabajo aquí y podamos vender el piso de Madrid para comprar algo en Santiago”. La pareja, mientras tanto, vive separada por más de 500 kilómetros. Ya llevan así más de un año.
El mismo camino, de ida y vuelta, ha recorrido Carmen en los últimos tres años. Abandonó la casa de sus padres después de casarse y estableció su base vital en un piso que habían alquilado en Bertamiráns (Ames). Trabajaba como cocinera en una local de comida preparada y su marido en una carpintería metálica. Ella no volvió a trabajar tras dar a luz a su único hijo porque el restaurante cerró durante su baja de maternidad.
Con los padres
A los pocos meses también se quedó sin trabajo Marcos y la pareja, junto a su hijo, han tenido que regresar a casa de los padres de Carmen. “Tienen una pequeña explotación ganadera y ahí siempre hay trabajo para todos. Las cosas también están complicadas para los que vivimos de la agricultura y la ganadería, pero no estamos asfixiados para llegar a final de mes”, explican.
Los nietos, un buen enlace para volver a casa de los hijos
En los últimos años han aumentado los casos de jóvenes en apuros que tienen que regresar al hogar familiar, pero también son cada vez más los mayores dependientes que acuden a vivir con sus hijos. Manolo y Mercedes no imaginaban la crisis económica y vital que padecen en estos momentos; cuando sus dos hijos se casaron hicieron un esfuerzo para ayudarles con la entrada de los pisos porque ellos consideraban que tenían su vida “más o menos resuelta” a seis años de la jubilación. Pero la recesión golpeo con más dureza de la imaginable el negocio familiar que regentan desde hace más de quince años y han tenido que cerrar. El cierre de la tienda coincidió con la ejecución de un desahucio y se han visto obligados a buscar cobijo en casa de uno de sus hijos. “No ha sido tan traumático porque nos sentimos útiles y creemos que no estorbamos”, explica ella. “Cuidamos de los nietos y
hacemos las tareas domésticas mientras mi hijo y mi nuera van a trabajar”.
Mercedes y Manolo lo ven como una obligación, pero el cuidado de los nietos es algo natural. Uno de cada cuatro abuelos dedica siete horasm diarias a los niños para cubrir el vacío que dejan las guarderías mientras los padres no regresan de sus obligaciones laborales. “Esto debería estar cubierto con los recursos de la Administración, pero los padres tienen que recurrir a los abuelos si no quieren dejar parte del sueldo en cuidadoras particulares”, explica la socióloga Irene González.
La familia se ha convertido en el recurso más habitual en tiempo de crisis. “Aquellos que tengan la suerte de contar con una estructura familiar sólida podrán evitar algunos contratiempos. So no existe esa opción, las redes de atención social son la única alternativa”. Entidades como Cáritas y otras organizaciones no gubernamentales ofrecen vías para solventar necesidades básicas (vivienda, alimentación, acceso al empleo, ayuda psicológica o material escolar), aportando cariño y compañía a quienes lo demanden. Su asistencia se a multiplicado de forma exponencial en los últimos años, pero los miembros de estas organizaciones reconocen que no pueden “vivir el problema de la misma forma que lo hace un familiar”.
Brindan el apoyo emocional y mitigan el sufrimiento de las personas que, con mayor o menor grado de desesperación, llaman a su puerta. “Los que llegan a Cáritas lo hacen porque les ha fallado la familia o, por diferentes motivos, no quieren pedirle ayuda a sus allegados”, explica Laura, voluntaria de esta entidad.
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Era lo último que deseaba. Había dado demasiados “pasos hacia atrás” en los últimos e intentaba evitar por todos medios la vuelta a casa, pero no encontró otra salida. El “paraguas” familiar no solo da cobijo económico, es también un refugio ideal para pasar las crisis vitales. Esas malas rachas no tienen que ir asociadas siempre a un divorcio problemático, pero sí lo están en la mayor parte de los casos a un revés laboral.
Nuevas experiencias
Yolanda abandonó el hogar familiar, en Santiago , con 18 años para estudiar Publicidad y Relaciones Públicas en Pontevedra. De allí, arrastrada por las ansias artísticas de su novio y su afán por nuevas experiencias, se fue a Madrid para trabajar en una importante empresa del sector. Era una de las creativas más respetas y se convirtió en un referente en el diseño para portales de Internet; sus tiempos de bonanza coincidieron con éxitos de su pareja y decidieron comprar un piso en una exclusiva urbanización de la capital, sin “dedicarle mucho tiempo a pensar como iban a pagar esa hipoteca”. Las cosas salían y la pareja se dejaba llevar, hasta que llegó la “famosa crisis”. El primero en notarla fue Carlos, incapaz de vivir del arte, tuvo compatibilizar
la pintura con el turno en una compañía financiera para mantener el nivel de ingresos.
La recesión también llegó a la agencia para la que trabajaba Yolanda, pero se salvó de la primera oleada de despidos. Viendo que las cosas se complicaban, pusieron el piso a la venta. La burbuja inmobiliaria ya había explotado y el comprador de vivienda en el centro de la capital “es una especie en peligro de extinción”. Antes de que llegasen ofertas en firme por el piso, llegó la carta de despido de Yolanda. La empresa cerraba y les indicaban el camino de la oficina de empleo. En el paro estuvo unos meses hasta que encontró un trabajo en Santiago. “Cobro mucho menos que antes pero estoy en casa de mis padres”, explica. “No tengo una mala relación con ellos, pero no me agrada la idea de volver a casa. Lo tomo como algo temporal, hasta que Carlos encuentre un trabajo aquí y podamos vender el piso de Madrid para comprar algo en Santiago”. La pareja, mientras tanto, vive separada por más de 500 kilómetros. Ya llevan así más de un año.
El mismo camino, de ida y vuelta, ha recorrido Carmen en los últimos tres años. Abandonó la casa de sus padres después de casarse y estableció su base vital en un piso que habían alquilado en Bertamiráns (Ames). Trabajaba como cocinera en una local de comida preparada y su marido en una carpintería metálica. Ella no volvió a trabajar tras dar a luz a su único hijo porque el restaurante cerró durante su baja de maternidad.
Con los padres
A los pocos meses también se quedó sin trabajo Marcos y la pareja, junto a su hijo, han tenido que regresar a casa de los padres de Carmen. “Tienen una pequeña explotación ganadera y ahí siempre hay trabajo para todos. Las cosas también están complicadas para los que vivimos de la agricultura y la ganadería, pero no estamos asfixiados para llegar a final de mes”, explican.
Los nietos, un buen enlace para volver a casa de los hijos
En los últimos años han aumentado los casos de jóvenes en apuros que tienen que regresar al hogar familiar, pero también son cada vez más los mayores dependientes que acuden a vivir con sus hijos. Manolo y Mercedes no imaginaban la crisis económica y vital que padecen en estos momentos; cuando sus dos hijos se casaron hicieron un esfuerzo para ayudarles con la entrada de los pisos porque ellos consideraban que tenían su vida “más o menos resuelta” a seis años de la jubilación. Pero la recesión golpeo con más dureza de la imaginable el negocio familiar que regentan desde hace más de quince años y han tenido que cerrar. El cierre de la tienda coincidió con la ejecución de un desahucio y se han visto obligados a buscar cobijo en casa de uno de sus hijos. “No ha sido tan traumático porque nos sentimos útiles y creemos que no estorbamos”, explica ella. “Cuidamos de los nietos y
hacemos las tareas domésticas mientras mi hijo y mi nuera van a trabajar”.
Mercedes y Manolo lo ven como una obligación, pero el cuidado de los nietos es algo natural. Uno de cada cuatro abuelos dedica siete horasm diarias a los niños para cubrir el vacío que dejan las guarderías mientras los padres no regresan de sus obligaciones laborales. “Esto debería estar cubierto con los recursos de la Administración, pero los padres tienen que recurrir a los abuelos si no quieren dejar parte del sueldo en cuidadoras particulares”, explica la socióloga Irene González.
La familia se ha convertido en el recurso más habitual en tiempo de crisis. “Aquellos que tengan la suerte de contar con una estructura familiar sólida podrán evitar algunos contratiempos. So no existe esa opción, las redes de atención social son la única alternativa”. Entidades como Cáritas y otras organizaciones no gubernamentales ofrecen vías para solventar necesidades básicas (vivienda, alimentación, acceso al empleo, ayuda psicológica o material escolar), aportando cariño y compañía a quienes lo demanden. Su asistencia se a multiplicado de forma exponencial en los últimos años, pero los miembros de estas organizaciones reconocen que no pueden “vivir el problema de la misma forma que lo hace un familiar”.
Brindan el apoyo emocional y mitigan el sufrimiento de las personas que, con mayor o menor grado de desesperación, llaman a su puerta. “Los que llegan a Cáritas lo hacen porque les ha fallado la familia o, por diferentes motivos, no quieren pedirle ayuda a sus allegados”, explica Laura, voluntaria de esta entidad.
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