Un hombre apunta con una cámara de fotos al Guernica. De inmediato, lo frena una mujer: "¡Desde ahí no se puede! Hay que sacarlas desde atrás". El hombre desanda tres pasos, hasta dejar los pies fuera de los límites de la sala del cuadro de Picasso. Entonces dispara. La mujer que dio la orden no tenía acreditación. Era solo una espectadora, pero su advertencia funcionó como si fuera uno de los vigilantes del museo.
¿Por qué somos tan obedientes delante de una obra de arte? Si tomamos el Guernica como ejemplo, debemos serlo "porque es valioso, representa la democracia y porque una vez atentaron contra él", según los alumnos de 3º de ESO del colegio concertado Gamo Diana (Madrid), que participaron en un nuevo taller escolar del Reina Sofía: The watchmen. ¿Quién vigila al vigilante?
"Queríamos hacer una actividad que estimulase la capacidad de juzgar; en este caso, la estructura invisible que organiza los espacios y el comportamiento en el museo", explica el responsable de los programas educativos del centro, Jesús Carrillo.
Los alumnos fueron vigilantes y vigilados. La primera función la cumplieron en la sala del Guernica. Con un plano del lugar, fueron apuntando las técnicas de control que detectaban: videocámaras, agentes de seguridad, sensores de movimiento... Eran espías entre el público, un poco zumbones y aparatosos, pero espías. Y pese a todo no acababan de interiorizar su papel. "Somos vigilantes", decía Laura, "pero siempre hay alguien encima vigilando, ¿no?".
En todo el Reina Sofía hay 100 vigilantes de sala, ocupados en dar información y corregir a los que dan voces o acercan la nariz a las obras, y unos 175 agentes privados en previsión de líos mayores; "algunos con revólver y esposas", precisa el jefe de seguridad del museo, Jesús Fernández. Aparte de esto, hay una maraña de alarmas y sensores (uno sísmico, por si se intenta entrar por túneles) para convertir en un pitido cualquier movimiento en falso. "¿Robar el Guernica?", se pregunta Fernández. "Es difícil, pero no hay nada imposible".
En el museo existe un sistema tecnológico de seguridad y otro psicológico, que sale gratis, porque lo ponemos nosotros, situándonos siempre a una distancia reverencial de las obras.
¿Quién vigila al vigilante?, que funciona por primera vez este año, hasta junio, también analiza la autovigilancia, a través de una obra del artista estadounidense Carl Andre, Magnesium Copper Plain (1969), una escultura como una gran tabla de ajedrez puesta sobre el suelo, resistente y sin ninguna señal que impida pisarla, cosa que se puede hacer. Las educadoras llevaron a los alumnos a la sala de esta obra y los engañaron con un señuelo. Les dieron una lista de preguntas sobre la seguridad de esta y una de ellas se quedó filmando sus movimientos.
Al principio no la tocaban. Luego unos chicos se acercaron. Pasó un minuto hasta que se pusieron a pisar las planchas de cobre. Medio minuto después, viendo que no los interrumpían, se colocaron encima del ajedrez. Presionaban las planchas con la almohadilla de los pies, como si probasen el estado de un campo de fútbol. Ya en confianza, hubo pasos de baile sobre la obra de Andre.
Los alumnos, al acabar, charlaban de camino al metro. "Yo no quiero que me vigilen", dijo una chica en un acceso de rebeldía. "Pero si no haces nada malo, ¿a ti que te importa que te vigilen?", repuso un chico más funcional. Y continuaron su cruce dialéctico entre libertad y seguridad fuera del museo. Bajo los mil ojos de la calle.
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¿Por qué somos tan obedientes delante de una obra de arte? Si tomamos el Guernica como ejemplo, debemos serlo "porque es valioso, representa la democracia y porque una vez atentaron contra él", según los alumnos de 3º de ESO del colegio concertado Gamo Diana (Madrid), que participaron en un nuevo taller escolar del Reina Sofía: The watchmen. ¿Quién vigila al vigilante?
"Queríamos hacer una actividad que estimulase la capacidad de juzgar; en este caso, la estructura invisible que organiza los espacios y el comportamiento en el museo", explica el responsable de los programas educativos del centro, Jesús Carrillo.
Los alumnos fueron vigilantes y vigilados. La primera función la cumplieron en la sala del Guernica. Con un plano del lugar, fueron apuntando las técnicas de control que detectaban: videocámaras, agentes de seguridad, sensores de movimiento... Eran espías entre el público, un poco zumbones y aparatosos, pero espías. Y pese a todo no acababan de interiorizar su papel. "Somos vigilantes", decía Laura, "pero siempre hay alguien encima vigilando, ¿no?".
En todo el Reina Sofía hay 100 vigilantes de sala, ocupados en dar información y corregir a los que dan voces o acercan la nariz a las obras, y unos 175 agentes privados en previsión de líos mayores; "algunos con revólver y esposas", precisa el jefe de seguridad del museo, Jesús Fernández. Aparte de esto, hay una maraña de alarmas y sensores (uno sísmico, por si se intenta entrar por túneles) para convertir en un pitido cualquier movimiento en falso. "¿Robar el Guernica?", se pregunta Fernández. "Es difícil, pero no hay nada imposible".
En el museo existe un sistema tecnológico de seguridad y otro psicológico, que sale gratis, porque lo ponemos nosotros, situándonos siempre a una distancia reverencial de las obras.
¿Quién vigila al vigilante?, que funciona por primera vez este año, hasta junio, también analiza la autovigilancia, a través de una obra del artista estadounidense Carl Andre, Magnesium Copper Plain (1969), una escultura como una gran tabla de ajedrez puesta sobre el suelo, resistente y sin ninguna señal que impida pisarla, cosa que se puede hacer. Las educadoras llevaron a los alumnos a la sala de esta obra y los engañaron con un señuelo. Les dieron una lista de preguntas sobre la seguridad de esta y una de ellas se quedó filmando sus movimientos.
Al principio no la tocaban. Luego unos chicos se acercaron. Pasó un minuto hasta que se pusieron a pisar las planchas de cobre. Medio minuto después, viendo que no los interrumpían, se colocaron encima del ajedrez. Presionaban las planchas con la almohadilla de los pies, como si probasen el estado de un campo de fútbol. Ya en confianza, hubo pasos de baile sobre la obra de Andre.
Los alumnos, al acabar, charlaban de camino al metro. "Yo no quiero que me vigilen", dijo una chica en un acceso de rebeldía. "Pero si no haces nada malo, ¿a ti que te importa que te vigilen?", repuso un chico más funcional. Y continuaron su cruce dialéctico entre libertad y seguridad fuera del museo. Bajo los mil ojos de la calle.
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