Piedras, vasos de cristal, trozos de tuberías arrancadas y, lo más desagradable, restos de basura. «De momento, no han tenido buena puntería, pero no voy a decirlo muy alto», comenta. Eso, sin contar las veces que escucha mentar a su madre a lo largo de su jornada laboral. Su profesión no sería especialmente peligrosa si no fuera porque la desarrolla en territorio «hostil». Es uno de los doce vigilantes de seguridad que trabajan en las parcelas que el IVIMA construyó hace casi cuatro años en la avenida de la Dehesa de Navalcarnero. Se trata de dos parcelas situadas en la misma avenida, una enfrente de la otra, con seis portales cada una.
Cada empleado se encarga de uno o, lo que es lo mismo, tiene a su cargo 16 viviendas. La misión de estos guardianes es, además de garantizar un poco de orden en este «territorio comanche», evitar que familiares, amigos o conocidos de algunos inquilinos «okupen» las viviendas que aún permanecen sin entregar. Apenas llevan 15 días trabajando allí y, como era de esperar, no han sido bien recibidos por sus inquilinos, la mayoría de etnia gitana. «Hay que tener mucha paciencia, no es fácil tratar con ellos porque nos ven como una amenaza», explica un compañero de Raúl, el más optimista de todos: «Estoy seguro de que acabaremos llevándonos bien». En uno de estos viven Rosa y su familia, que llegaron aquí tras los últimos derribos en el poblado marginal de Las Mimbreras. Rosa no ha cumplido los 20 años y ya tiene tres niñas. Su marido, dice, trabaja en la chatarra. Llega al portal exhausta con bolsas de la compra colgando del manillar del carricoche. «Me tengo que hacer kilómetros para traer la leche», le espeta enfadada a uno de los vigilantes como si él tuviera algo que ver. Rosa es una de las que no da el visto bueno a los nuevos vigilantes. «Nos tratan como delincuentes y sólo somos gente que no tiene dónde ir pero yo no robo ni mato. No me meto aquí por gusto, tengo tres niñas y tendré que darlas un techo. Nosotros queremos pagar pero estos señores no nos dejan porque dicen que la casa no es nuestra y que nos tendremos que ir», explica.
«Esta mañana nos cortásteis la luz», le dice con desparpajo Sara, su niña de 4 años, a uno de los vigilantes. Sara es una de las habituales todas las tardes en el patio de la parcela, llenas de niños y adolescentes a cualquier hora del día. Como Rosa, hay al menos cinco familias «okupas» que provienen del poblado chabolista de Las Mimbreras.
«Rompen la chapa en un minuto»
La gravedad de la situación es tal que el IVIMA, el Ayuntamiento de Navalcarnero y la Delegación de Gobierno ya crearon una Comisión especial para resolver el conflicto. De hecho, varias patrullas de la Policía Municipal permanecen de guardia desde hace meses apostadas en la rotonda de la avenida por si los vigilantes tuvieran algún altercado mayor. Pero el problema, lejos de mejorar, se ha enquistado. La Comunidad optó entonces por instalar paneles de chapa en puertas y ventanas de las viviendas aún vacías. Sin embargo, los «okupas» seguían buscándose la maña para acabar accediendo al inmueble y, una vez dentro y cerrada la puerta, saben de sobra que pasarán unos meses hasta que una orden judicial pueda echarlos. «Traen una radial o a golpe limpio. Te rompen la chapa en un minuto», cuenta José, otro de los vigilantes. «En cuanto escuchamos golpes de chapa, hay que subir a ver qué pasa, aunque temblando por ver cómo reaccionan, no te voy a engañar», confiesa el responsable de frenarles.
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Cada empleado se encarga de uno o, lo que es lo mismo, tiene a su cargo 16 viviendas. La misión de estos guardianes es, además de garantizar un poco de orden en este «territorio comanche», evitar que familiares, amigos o conocidos de algunos inquilinos «okupen» las viviendas que aún permanecen sin entregar. Apenas llevan 15 días trabajando allí y, como era de esperar, no han sido bien recibidos por sus inquilinos, la mayoría de etnia gitana. «Hay que tener mucha paciencia, no es fácil tratar con ellos porque nos ven como una amenaza», explica un compañero de Raúl, el más optimista de todos: «Estoy seguro de que acabaremos llevándonos bien». En uno de estos viven Rosa y su familia, que llegaron aquí tras los últimos derribos en el poblado marginal de Las Mimbreras. Rosa no ha cumplido los 20 años y ya tiene tres niñas. Su marido, dice, trabaja en la chatarra. Llega al portal exhausta con bolsas de la compra colgando del manillar del carricoche. «Me tengo que hacer kilómetros para traer la leche», le espeta enfadada a uno de los vigilantes como si él tuviera algo que ver. Rosa es una de las que no da el visto bueno a los nuevos vigilantes. «Nos tratan como delincuentes y sólo somos gente que no tiene dónde ir pero yo no robo ni mato. No me meto aquí por gusto, tengo tres niñas y tendré que darlas un techo. Nosotros queremos pagar pero estos señores no nos dejan porque dicen que la casa no es nuestra y que nos tendremos que ir», explica.
«Esta mañana nos cortásteis la luz», le dice con desparpajo Sara, su niña de 4 años, a uno de los vigilantes. Sara es una de las habituales todas las tardes en el patio de la parcela, llenas de niños y adolescentes a cualquier hora del día. Como Rosa, hay al menos cinco familias «okupas» que provienen del poblado chabolista de Las Mimbreras.
«Rompen la chapa en un minuto»
La gravedad de la situación es tal que el IVIMA, el Ayuntamiento de Navalcarnero y la Delegación de Gobierno ya crearon una Comisión especial para resolver el conflicto. De hecho, varias patrullas de la Policía Municipal permanecen de guardia desde hace meses apostadas en la rotonda de la avenida por si los vigilantes tuvieran algún altercado mayor. Pero el problema, lejos de mejorar, se ha enquistado. La Comunidad optó entonces por instalar paneles de chapa en puertas y ventanas de las viviendas aún vacías. Sin embargo, los «okupas» seguían buscándose la maña para acabar accediendo al inmueble y, una vez dentro y cerrada la puerta, saben de sobra que pasarán unos meses hasta que una orden judicial pueda echarlos. «Traen una radial o a golpe limpio. Te rompen la chapa en un minuto», cuenta José, otro de los vigilantes. «En cuanto escuchamos golpes de chapa, hay que subir a ver qué pasa, aunque temblando por ver cómo reaccionan, no te voy a engañar», confiesa el responsable de frenarles.
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