En los cuentos las princesas se enfrentan a veces a temibles enemigos, que quieren despojarlas de los reinos que les están destinados, o deshonrarlas, o comérselas. Puede tratarse de una perversa madrastra, de un sórdido pretendiente o de una fiera o un dragón. Quizá ninguna metáfora tan abrupta, a la hora de urdir una narración, como la del dragón y la princesa. Un argentino que indagaba oscuridades, Ernesto Sabato, tituló justo así, 'El dragón y la princesa', una parte de una de sus novelas más hondas e inquietantes. Un norteamericano más reciente, George R. R. Martin, dio en imaginar que una de sus heroínas fuera una princesa defendida por un trío de dragones, que la convierten, hábil paradoja, en un personaje terrible y devastador.
A la princesa de este cuento también le ha tocado su dragón particular. En su caso, no en calidad de defensor que la haga más poderosa y respetada por sus adversarios, sino en el papel más clásico: el del antagonista temible dispuesto a privarla de su privilegio, arrebatarle su reputación y devorarla por los pies. Al menos en sentido figurado, es muy posible que ella así empiece a sentirlo, y algunos de sus valedores, que como a cualquier princesa no le faltan, han empezado a denunciarlo como tal.
El dragón de este cuento no echa fuego ni puede volar para atacar a la princesa desde lo alto. De hecho da la sensación contraria: que la princesa se sitúa, por ahora, en alturas inasequibles al dragón, y que dispone de recursos para sofocar cualquier tiento flamígero que su oponente dé en lanzar contra ella. Pero las espadas están en alto, y cada día que pasa la determinación del dragón parece más fuera de duda. Empezó con un merodeo furtivo, luego amagó un golpe, ahora ya acecha implacable.
Bajo su toga de juez, que nunca se le ve puesta, pero que está ahí, flotando invisible sobre sus informales americanas de cuero, el dragón de esta princesa juega sus cartas sin prisa ni titubeos. A estas alturas del duelo, son ya unos cuantos los caballeros que han acudido a interponerse entre sus fauces y la principesca presa. Lanza en ristre, caracolean con sus caballos haciéndole ver que tendrá que emplearse a fondo para apartarlos y no acabar como, llegados a este punto, suelen acabar tantos dragones: convertidos en trofeo del que se alimentarán tanto la leyenda de la princesa como la hoja de servicios del caballero o caballeros que logren hacerle morder el polvo. No son caballeros de pacotilla, y no están desprovistos de destrezas. De hecho, en los primeros tanteos han logrado pararlo en seco con la acción combinada de sus escudos y de las armas que esgrimen.
Hay, sin embargo, un detalle significativo que diferencia a este cuento de otros en los que se enfrentan princesas y dragones. En la mayoría de éstos, la desventaja del dragón, por muy poderoso y formidable que sea, es que nadie simpatiza con él: todos observan el combate deseando que todo se resuelva a favor de la causa de la princesa; incluso si el caballero que defiende su honor es el más desmañado y turbio de los hombres. Aquí, en cambio, buena parte del público (y quizá sea porque el dragón no es tan fuerte, o porque se le amontonan los aspirantes a derrotarlo) asiste al torneo con la secreta, lejana pero ardiente esperanza de que los caballeros que defienden a la princesa acaben hechos carbonilla y ésta quede sola ante su destino, encarnado en las pupilas inmisericordes de su contrincante.
En qué medida este apoyo, que a los dragones suele negarse, le servirá a éste para llevar el cuento al improbable desenlace de imponerse a la princesa y a sus leales campeones, es en este momento cuestión incierta (en el mejor de los casos). Con todo, este dragón ya logró algo memorable: gracias a él, temblaron los cimientos del cuento consabido. Y aún siguen temblando.
A la princesa de este cuento también le ha tocado su dragón particular. En su caso, no en calidad de defensor que la haga más poderosa y respetada por sus adversarios, sino en el papel más clásico: el del antagonista temible dispuesto a privarla de su privilegio, arrebatarle su reputación y devorarla por los pies. Al menos en sentido figurado, es muy posible que ella así empiece a sentirlo, y algunos de sus valedores, que como a cualquier princesa no le faltan, han empezado a denunciarlo como tal.
El dragón de este cuento no echa fuego ni puede volar para atacar a la princesa desde lo alto. De hecho da la sensación contraria: que la princesa se sitúa, por ahora, en alturas inasequibles al dragón, y que dispone de recursos para sofocar cualquier tiento flamígero que su oponente dé en lanzar contra ella. Pero las espadas están en alto, y cada día que pasa la determinación del dragón parece más fuera de duda. Empezó con un merodeo furtivo, luego amagó un golpe, ahora ya acecha implacable.
Bajo su toga de juez, que nunca se le ve puesta, pero que está ahí, flotando invisible sobre sus informales americanas de cuero, el dragón de esta princesa juega sus cartas sin prisa ni titubeos. A estas alturas del duelo, son ya unos cuantos los caballeros que han acudido a interponerse entre sus fauces y la principesca presa. Lanza en ristre, caracolean con sus caballos haciéndole ver que tendrá que emplearse a fondo para apartarlos y no acabar como, llegados a este punto, suelen acabar tantos dragones: convertidos en trofeo del que se alimentarán tanto la leyenda de la princesa como la hoja de servicios del caballero o caballeros que logren hacerle morder el polvo. No son caballeros de pacotilla, y no están desprovistos de destrezas. De hecho, en los primeros tanteos han logrado pararlo en seco con la acción combinada de sus escudos y de las armas que esgrimen.
Hay, sin embargo, un detalle significativo que diferencia a este cuento de otros en los que se enfrentan princesas y dragones. En la mayoría de éstos, la desventaja del dragón, por muy poderoso y formidable que sea, es que nadie simpatiza con él: todos observan el combate deseando que todo se resuelva a favor de la causa de la princesa; incluso si el caballero que defiende su honor es el más desmañado y turbio de los hombres. Aquí, en cambio, buena parte del público (y quizá sea porque el dragón no es tan fuerte, o porque se le amontonan los aspirantes a derrotarlo) asiste al torneo con la secreta, lejana pero ardiente esperanza de que los caballeros que defienden a la princesa acaben hechos carbonilla y ésta quede sola ante su destino, encarnado en las pupilas inmisericordes de su contrincante.
En qué medida este apoyo, que a los dragones suele negarse, le servirá a éste para llevar el cuento al improbable desenlace de imponerse a la princesa y a sus leales campeones, es en este momento cuestión incierta (en el mejor de los casos). Con todo, este dragón ya logró algo memorable: gracias a él, temblaron los cimientos del cuento consabido. Y aún siguen temblando.
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