La Justicia internacional levanta cabeza
La detención el pasado lunes de Radovan Karadzic y la orden de captura dictada el pasado 14 de julio contra el presidente de Sudán han devuelto a la Justicia internacional la credibilidad perdida durante el interminable «show» judicial del ex presidente yugoslavo, Slobodan Milosevic, que murió en su celda del Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (TPIY) antes de recibir sentencia.
La comunidad internacional espera ahora con ansiedad el traslado de Karadzic a la ciudad holandesa de La Haya, una decisión que podría producirse mañana. El optimismo internacionalista que siguió a la caída del Muro de Berlín aceleró en los 90 un proceso que nace en los juicios de Tokio y de Nüremberg contra los perdedores de la Segunda Guerra Mundial, y que alcanza su apogeo con la creación de tribunales «ad hoc» para juzgar el horror genocida que arrasó la antigua Yugoslavia y Ruanda en la primera mitad de la década.
En 1998, el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR) encontró culpable a Jean Paul Akayesu de genocidio, incitación a cometer genocidio y crímenes de lesa humanidad. Akayesu se convirtió así en la primera persona en la historia en ser declarada culpable por tales crímenes, y cumple cadena perpetua en una cárcel de Mali. En el nombre de la Humanidad.
El TPIR fue creado por la ONU a finales de 1994 con el fin de juzgar a los autores e instigadores del genocidio ruandés, en el que murieron más de 800.000 personas. Hasta la fecha, ha encarcelado a 28 personas y otras 14 están a la espera de juicio. Pero prófugos como Felicien Kabuga, encargado de financiar el genocidio, disfruta de su libertad en las calles de Oslo.
El TPIY, creado en 1993, ha presentado por su parte cargos contra 161 responsables de las guerras balcánicas. Con 1.100 empleados de 82 países y un presupuesto anual de casi 200 millones de euros, la corte no logró con la detención de presas menores como Naser Oric, responsable del Ejército de la República de Bosnia-Herzegovina en el enclave de Srebrenica, calmar la decepción que supuso la muerte de Milosevic antes de la conclusión del proceso en su contra.
Con la detención de Karadzic, el TPIY tiene ahora la oportunidad de acallar a sus críticos y mejorar su imagen pública. Ha conseguido, además, un doble efecto. Por un lado, capturar a uno de los grandes genocidas del epílogo sangriento con el que Europa cerró el siglo XX, con más de 200.000 muertos a sus espaldas. Por otro, acercar la posibilidad de que su brazo ejecutor, Ratko Mladic, sea también enviado a La Haya. En el nombre de la Humanidad y de las víctimas de una guerra fratricida que la UE no supo parar. Muchos analistas creen que conforme avancen las negociaciones para que Serbia se una al club de los 27, los servicios secretos serbios recobrarán la memoria.
«Balón de oxígeno»
Pero el mayor problema de estos tribunales, como señala el presidente de la Asociación pro Derechos Humanos de España, el abogado Manuel Ollé, «es el recelo que despiertan en los países donde actúan, al ser acusados de servir sólo a las potencias extranjeras». Ayer, Sudán amenazó con expulsar a los «cascos azules» de la ONU en Darfur si prosperan los cargos contra el presidente, Omar al Bashir. Con todo, «estas detenciones siempre son un balón de oxígeno para la justicia internacional», señala Ollé.
La Corte Penal Internacional (CPI), con sede también en La Haya, constituye la cúspide de la justicia penal universal. Creada en 2002 al amparo del Estatuto de Roma de 1998, es un órgano independiente que no nace de la ONU sino de la voluntad de sus firmantes, entre los que no están países como EE.UU., Rusia, China o Israel, lo que deja su peso específico en entredicho. Además, no puede actuar en crímenes anteriores a su creación, por lo que debe contentarse con los procesos abiertos en la República Democrática del Congo, Uganda, la República Centroafricana y Sudán.
Desde la pasada semana, el presidente de Sudán, Omar al Bashir, se ha convertido en el nuevo objetivo de la CPI, lo que ha agravado el debate en torno a la gran crítica que reciben estos tribunales internacionales: que la búsqueda de la justicia pueda poner en peligro los frágiles equilibrios que sostienen proceso de paz como el de Sudán.
La detención el pasado lunes de Radovan Karadzic y la orden de captura dictada el pasado 14 de julio contra el presidente de Sudán han devuelto a la Justicia internacional la credibilidad perdida durante el interminable «show» judicial del ex presidente yugoslavo, Slobodan Milosevic, que murió en su celda del Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (TPIY) antes de recibir sentencia.
La comunidad internacional espera ahora con ansiedad el traslado de Karadzic a la ciudad holandesa de La Haya, una decisión que podría producirse mañana. El optimismo internacionalista que siguió a la caída del Muro de Berlín aceleró en los 90 un proceso que nace en los juicios de Tokio y de Nüremberg contra los perdedores de la Segunda Guerra Mundial, y que alcanza su apogeo con la creación de tribunales «ad hoc» para juzgar el horror genocida que arrasó la antigua Yugoslavia y Ruanda en la primera mitad de la década.
En 1998, el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR) encontró culpable a Jean Paul Akayesu de genocidio, incitación a cometer genocidio y crímenes de lesa humanidad. Akayesu se convirtió así en la primera persona en la historia en ser declarada culpable por tales crímenes, y cumple cadena perpetua en una cárcel de Mali. En el nombre de la Humanidad.
El TPIR fue creado por la ONU a finales de 1994 con el fin de juzgar a los autores e instigadores del genocidio ruandés, en el que murieron más de 800.000 personas. Hasta la fecha, ha encarcelado a 28 personas y otras 14 están a la espera de juicio. Pero prófugos como Felicien Kabuga, encargado de financiar el genocidio, disfruta de su libertad en las calles de Oslo.
El TPIY, creado en 1993, ha presentado por su parte cargos contra 161 responsables de las guerras balcánicas. Con 1.100 empleados de 82 países y un presupuesto anual de casi 200 millones de euros, la corte no logró con la detención de presas menores como Naser Oric, responsable del Ejército de la República de Bosnia-Herzegovina en el enclave de Srebrenica, calmar la decepción que supuso la muerte de Milosevic antes de la conclusión del proceso en su contra.
Con la detención de Karadzic, el TPIY tiene ahora la oportunidad de acallar a sus críticos y mejorar su imagen pública. Ha conseguido, además, un doble efecto. Por un lado, capturar a uno de los grandes genocidas del epílogo sangriento con el que Europa cerró el siglo XX, con más de 200.000 muertos a sus espaldas. Por otro, acercar la posibilidad de que su brazo ejecutor, Ratko Mladic, sea también enviado a La Haya. En el nombre de la Humanidad y de las víctimas de una guerra fratricida que la UE no supo parar. Muchos analistas creen que conforme avancen las negociaciones para que Serbia se una al club de los 27, los servicios secretos serbios recobrarán la memoria.
«Balón de oxígeno»
Pero el mayor problema de estos tribunales, como señala el presidente de la Asociación pro Derechos Humanos de España, el abogado Manuel Ollé, «es el recelo que despiertan en los países donde actúan, al ser acusados de servir sólo a las potencias extranjeras». Ayer, Sudán amenazó con expulsar a los «cascos azules» de la ONU en Darfur si prosperan los cargos contra el presidente, Omar al Bashir. Con todo, «estas detenciones siempre son un balón de oxígeno para la justicia internacional», señala Ollé.
La Corte Penal Internacional (CPI), con sede también en La Haya, constituye la cúspide de la justicia penal universal. Creada en 2002 al amparo del Estatuto de Roma de 1998, es un órgano independiente que no nace de la ONU sino de la voluntad de sus firmantes, entre los que no están países como EE.UU., Rusia, China o Israel, lo que deja su peso específico en entredicho. Además, no puede actuar en crímenes anteriores a su creación, por lo que debe contentarse con los procesos abiertos en la República Democrática del Congo, Uganda, la República Centroafricana y Sudán.
Desde la pasada semana, el presidente de Sudán, Omar al Bashir, se ha convertido en el nuevo objetivo de la CPI, lo que ha agravado el debate en torno a la gran crítica que reciben estos tribunales internacionales: que la búsqueda de la justicia pueda poner en peligro los frágiles equilibrios que sostienen proceso de paz como el de Sudán.
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