Entre la resignación y el miedo
Somos el país de las indefiniciones, aun en tiempo de crisis. La llamada oposición languidece ante el descaro de Kirchner y sus agentes en el poder. La intimidación paga. El pacto de resignación nos transforma en un país de inertes espectadores de la propia ruina. "Vamos cantando al suplicio", como escribió Rimbaud.
Todos registramos en una especie de archivo universal de la infamia el asesinato de Barrenechea, la excarcelación judicial del asesino de 17 años, la apropiación de los fondos de las AFJP, la proliferación de los narcos y de la droga infantil. Niños drogados que matan padres de familia. Todo lo registramos minuciosamente, día tras día, como los eunucos chinos del Celeste Imperio.
Todo se acepta; todo se olvida a los tres días: el ingeniero Barrenechea desangrándose ante sus hijos; el aportante confiscado que creía en el futuro de una jubilación seria; el derrumbe de la Bolsa. Todo se asimila; nada lleva al grito y a la movilización de la inmensa mayoría, que actúa como víctima vejada cotidianamente por una minoría victimaria que se ha adueñado del poder y que tiene más ineptitud que resentimiento.
La ciudadanía porteña no se convoca para acompañar a Mauricio Macri, su elegido, para gritar ese vaciamiento de poder a que es sometido el principal núcleo político-económico de la Argentina. La ciudad de Buenos Aires tiene menos autonomía que cualquier provincia de las más pobres. Hasta ahora, le faltó policía para enfrentar el vandalismo armado.
Tampoco logra Elisa Carrió abandonar su admirable metafísica, que la lleva más a la estética y a la recomendación ética que a la praxis, tan urgente en tiempo de disolución nacional. Ni Duhalde se decide a decir: "Yo manejé la otra crisis y me siento capacitado para proponerme para estar al frente de la gran convergencia republicana que necesitamos".
Y Hermes Binner, Felipe Solá, Juan Carlos Romero, Ramón Puerta, Roberto Lavagna, los Rodríguez Saá, Margarita Stolbizer, Julio Cobos, Ricardo López Murphy. Todos siguen bailando con sus propias sombras: sombras prestigiosas, pero solipsistas.
No saben empedrar esa vereda de enfrente que espera angustiosamente la mayoría de los argentinos en esta hora de miedo y perplejidad ante un gobierno que prefiere el lumpen al pueblo trabajador y demuele la economía (la agraria y ahora la industrial, con la confiscación de los fondos de las AFJP).
Es como la anarquía prerrevolucionaria de Rusia en 1905, aprovechada por Lenin para su comunismo trágico. Pero aquí es la anarquía sin revolución. Como quien dice, guiso de liebre, pero sin liebre. (Kirchner se escribe con K de Kerenski?)
Esa llamada oposición se debe concentrar en programa y liderazgo. Estamos en tsunami nacional y mundial. Deben concentrarse en alguno o algunos de ellos, más allá de hipócritas partidismos, y promover acciones y soluciones. O tienen que dar paso y apoyar a quien tenga claridad, coraje y pueda reunir la fuerza necesaria. Se requiere ahora concentrar la voluntad nacional para enfrentar tanta anarquía e indisciplina como existen. Desde la escuela hasta el vandalismo de un país que carece del elemental orden público constitucional.
Por eso, en este silencio de fangal resonó como un ladrillazo en la noche la voz de ese vicepresidente (un "hombre sin cualidades" como escribiría Musil) que tuvo el coraje de decir su verdad a favor de la masiva realidad popular de la protesta agraria.
Una voz en el desierto de resignación. Y, poco después, otra verdad que resuena como pedrada contra cristal en el ominoso silencio de un pueblo mayoritario que no sabe exigir lo que siente. Esta vez, de parte del secretario general de la CGT, Hugo Moyano: "Los asesinatos de José Ignacio Rucci y de tantos otros también son delitos de lesa humanidad".
Esta frase de verdad y coraje saca del olvido a centenares de inocentes sin sepultura jurídica. Centenares que quedaron sumergidos por esa especie de zona penal liberada surgida de la razón trotskista, ignominioso derecho de asesinato: de protagonistas, de símbolos (como Rucci) o de inocentes absolutos, como la hijita del capitán Humberto Viola, o las empleadas y vigilantes que murieron en la atroz masacre en el comedor de Seguridad Federal (2 de julio de 1976).
Muertos no registrados judicialmente. Como si les hubieran robado las sepulturas. Son cientos de empresarios, vigilantes, sindicalistas, niños que iban de la mano de sus padres. Un ejército de muertos sin prestigio trotskista. Simple materia para la acumulación de "muerte revolucionaria". Asesinatos fungibles, impersonales.
La palabra firme de Hugo Moyano, que reclama por Rucci, resuena en todos los espacios, como la de Cobos aquella madrugada. Trepa por las escalinatas solemnes de Tribunales y retumba en la caoba noble y funeraria de los jueces supremos, camaristas, fiscales que con su silencio permitieron que la "lógica de la muerte revolucionaria" se extendiera en la Argentina.
Se trata de la "zona liberada" judicial (y hasta moral) de nuestra justicia entre cobarde y tuerta, pero que jamás lleva los ojos vendados, como debería...
La bomba de Seguridad Federal: 16 muertos, 65 heridos, 12 ciegos y mutilados de por vida.
¿Alguien osaría afirmar que esos asesinatos fueron justicia? ¿Quién reclama por esos ciegos y baldados olvidados, silenciados desde ya tres décadas?
Es el Poder Judicial el que registró estas cifras del otro lado de la barbarie: 22.000 hechos subversivos entre 1969 y 1979, 5215 atentados con explosivos, 1311 robos de armamentos, 1748 secuestros de personas, 1501 asesinatos de empresarios, funcionarios, políticos, periodistas, militares, policías, niños, ancianos, etc.
Rodolfo Galimberti, el más dostoyevskiano, perverso y lúcido del bando trotskista dijo: "Hubo un día que matamos 19 vigilantes".
Vigilantes anónimos, que murieron por representación, más allá de culpa o combate. Muertos sin sepultura, escribiría Sartre. ¿No hay fiscal que pregunte y se honre? ¿Nada tienen que gritar los equilibrados jueces de la Corte ante la demolición jurídica de la Argentina?
Y no se trata de ir en busca de la otra parte de nuestra "moribundia". Se trata de restaurar el indispensable equilibrio y llegar al Bicentenario con una respuesta de grandeza, de concordia, de reunión de los vivos en una gran amnistía, dejando atrás la querella de muertos que está ocupando nuestro espacio real. Punto de partida previo e indispensable.
La Argentina va en carreta hacia la catástrofe. Es inexplicable: la miramos desbarrancarse en todos los ámbitos (institucional, moral, educativo, económico, internacional) con esa pasividad, con esos ojos inertes de las vacas que miran desde el alambrado pasar los camiones por la ruta.
Entre las democracias bobas y las perversas, el país se disuelve. Misteriosamente sometidos, no sabemos salir del secuestro de ineptitud y autoritarismo, pese a la voluntad de vida y creatividad de un pueblo perplejo que ya no atina a superar los escombros de sus instituciones demolidas y vivir en verdadero diálogo democrático.
Mientras tanto, entre la inédita crisis mundial y el Gran Asalto local, con tremendas consecuencias para la empresa y el sector trabajador, nos aproximamos a una anarquía que podría desbordarse en vandalismo (del espontáneo y del conducido). Pasaríamos de la palabra "seguridad", que todavía empleamos elegantemente, a "sedición", "saqueos" y la constitucional "conmoción interior". (Ojalá no tengamos que pasar de nuestro malvivir al verbo "sobrevivir".) Estamos confiados con ingenuidad de pueblo venusino, maternal y fraternal, con sus policías inhibidos por el Gobierno, que debería respetarlos, y con un ejército diezmado en su presencia y poder, objeto enconado de una venganza que ya no tiene nada que ver con "castigo a represores", sino con demolición de nuestro sistema y del Estado. Los asesinos y asaltantes drogados tienen armas operativas. Los policías, en esta Argentina al revés, las tienen sólo decorativas. Han creado tal corruptela que el policía tiene más temor de defender que el delincuente de actuar. La calle es usada por grupos ideologizados desde hace años como campo de ejercicio de violencia urbana. Hasta andan de capucha y garrote ante el Estado lelo.
La mayoría de los argentinos, esa silenciosa grey de humillados y ofendidos por la indignidad cotidiana, necesita una gran convocatoria, un fulgor del coraje con que se construyó este gran país.
Todos, en todos los sectores, debemos movilizarnos y obligar al Gobierno y a los políticos a dejar de danzar con sus sombras y afrontar la realidad trágica de un país paralizado por la incapacidad activa.
Somos el país de las indefiniciones, aun en tiempo de crisis. La llamada oposición languidece ante el descaro de Kirchner y sus agentes en el poder. La intimidación paga. El pacto de resignación nos transforma en un país de inertes espectadores de la propia ruina. "Vamos cantando al suplicio", como escribió Rimbaud.
Todos registramos en una especie de archivo universal de la infamia el asesinato de Barrenechea, la excarcelación judicial del asesino de 17 años, la apropiación de los fondos de las AFJP, la proliferación de los narcos y de la droga infantil. Niños drogados que matan padres de familia. Todo lo registramos minuciosamente, día tras día, como los eunucos chinos del Celeste Imperio.
Todo se acepta; todo se olvida a los tres días: el ingeniero Barrenechea desangrándose ante sus hijos; el aportante confiscado que creía en el futuro de una jubilación seria; el derrumbe de la Bolsa. Todo se asimila; nada lleva al grito y a la movilización de la inmensa mayoría, que actúa como víctima vejada cotidianamente por una minoría victimaria que se ha adueñado del poder y que tiene más ineptitud que resentimiento.
La ciudadanía porteña no se convoca para acompañar a Mauricio Macri, su elegido, para gritar ese vaciamiento de poder a que es sometido el principal núcleo político-económico de la Argentina. La ciudad de Buenos Aires tiene menos autonomía que cualquier provincia de las más pobres. Hasta ahora, le faltó policía para enfrentar el vandalismo armado.
Tampoco logra Elisa Carrió abandonar su admirable metafísica, que la lleva más a la estética y a la recomendación ética que a la praxis, tan urgente en tiempo de disolución nacional. Ni Duhalde se decide a decir: "Yo manejé la otra crisis y me siento capacitado para proponerme para estar al frente de la gran convergencia republicana que necesitamos".
Y Hermes Binner, Felipe Solá, Juan Carlos Romero, Ramón Puerta, Roberto Lavagna, los Rodríguez Saá, Margarita Stolbizer, Julio Cobos, Ricardo López Murphy. Todos siguen bailando con sus propias sombras: sombras prestigiosas, pero solipsistas.
No saben empedrar esa vereda de enfrente que espera angustiosamente la mayoría de los argentinos en esta hora de miedo y perplejidad ante un gobierno que prefiere el lumpen al pueblo trabajador y demuele la economía (la agraria y ahora la industrial, con la confiscación de los fondos de las AFJP).
Es como la anarquía prerrevolucionaria de Rusia en 1905, aprovechada por Lenin para su comunismo trágico. Pero aquí es la anarquía sin revolución. Como quien dice, guiso de liebre, pero sin liebre. (Kirchner se escribe con K de Kerenski?)
Esa llamada oposición se debe concentrar en programa y liderazgo. Estamos en tsunami nacional y mundial. Deben concentrarse en alguno o algunos de ellos, más allá de hipócritas partidismos, y promover acciones y soluciones. O tienen que dar paso y apoyar a quien tenga claridad, coraje y pueda reunir la fuerza necesaria. Se requiere ahora concentrar la voluntad nacional para enfrentar tanta anarquía e indisciplina como existen. Desde la escuela hasta el vandalismo de un país que carece del elemental orden público constitucional.
Por eso, en este silencio de fangal resonó como un ladrillazo en la noche la voz de ese vicepresidente (un "hombre sin cualidades" como escribiría Musil) que tuvo el coraje de decir su verdad a favor de la masiva realidad popular de la protesta agraria.
Una voz en el desierto de resignación. Y, poco después, otra verdad que resuena como pedrada contra cristal en el ominoso silencio de un pueblo mayoritario que no sabe exigir lo que siente. Esta vez, de parte del secretario general de la CGT, Hugo Moyano: "Los asesinatos de José Ignacio Rucci y de tantos otros también son delitos de lesa humanidad".
Esta frase de verdad y coraje saca del olvido a centenares de inocentes sin sepultura jurídica. Centenares que quedaron sumergidos por esa especie de zona penal liberada surgida de la razón trotskista, ignominioso derecho de asesinato: de protagonistas, de símbolos (como Rucci) o de inocentes absolutos, como la hijita del capitán Humberto Viola, o las empleadas y vigilantes que murieron en la atroz masacre en el comedor de Seguridad Federal (2 de julio de 1976).
Muertos no registrados judicialmente. Como si les hubieran robado las sepulturas. Son cientos de empresarios, vigilantes, sindicalistas, niños que iban de la mano de sus padres. Un ejército de muertos sin prestigio trotskista. Simple materia para la acumulación de "muerte revolucionaria". Asesinatos fungibles, impersonales.
La palabra firme de Hugo Moyano, que reclama por Rucci, resuena en todos los espacios, como la de Cobos aquella madrugada. Trepa por las escalinatas solemnes de Tribunales y retumba en la caoba noble y funeraria de los jueces supremos, camaristas, fiscales que con su silencio permitieron que la "lógica de la muerte revolucionaria" se extendiera en la Argentina.
Se trata de la "zona liberada" judicial (y hasta moral) de nuestra justicia entre cobarde y tuerta, pero que jamás lleva los ojos vendados, como debería...
La bomba de Seguridad Federal: 16 muertos, 65 heridos, 12 ciegos y mutilados de por vida.
¿Alguien osaría afirmar que esos asesinatos fueron justicia? ¿Quién reclama por esos ciegos y baldados olvidados, silenciados desde ya tres décadas?
Es el Poder Judicial el que registró estas cifras del otro lado de la barbarie: 22.000 hechos subversivos entre 1969 y 1979, 5215 atentados con explosivos, 1311 robos de armamentos, 1748 secuestros de personas, 1501 asesinatos de empresarios, funcionarios, políticos, periodistas, militares, policías, niños, ancianos, etc.
Rodolfo Galimberti, el más dostoyevskiano, perverso y lúcido del bando trotskista dijo: "Hubo un día que matamos 19 vigilantes".
Vigilantes anónimos, que murieron por representación, más allá de culpa o combate. Muertos sin sepultura, escribiría Sartre. ¿No hay fiscal que pregunte y se honre? ¿Nada tienen que gritar los equilibrados jueces de la Corte ante la demolición jurídica de la Argentina?
Y no se trata de ir en busca de la otra parte de nuestra "moribundia". Se trata de restaurar el indispensable equilibrio y llegar al Bicentenario con una respuesta de grandeza, de concordia, de reunión de los vivos en una gran amnistía, dejando atrás la querella de muertos que está ocupando nuestro espacio real. Punto de partida previo e indispensable.
La Argentina va en carreta hacia la catástrofe. Es inexplicable: la miramos desbarrancarse en todos los ámbitos (institucional, moral, educativo, económico, internacional) con esa pasividad, con esos ojos inertes de las vacas que miran desde el alambrado pasar los camiones por la ruta.
Entre las democracias bobas y las perversas, el país se disuelve. Misteriosamente sometidos, no sabemos salir del secuestro de ineptitud y autoritarismo, pese a la voluntad de vida y creatividad de un pueblo perplejo que ya no atina a superar los escombros de sus instituciones demolidas y vivir en verdadero diálogo democrático.
Mientras tanto, entre la inédita crisis mundial y el Gran Asalto local, con tremendas consecuencias para la empresa y el sector trabajador, nos aproximamos a una anarquía que podría desbordarse en vandalismo (del espontáneo y del conducido). Pasaríamos de la palabra "seguridad", que todavía empleamos elegantemente, a "sedición", "saqueos" y la constitucional "conmoción interior". (Ojalá no tengamos que pasar de nuestro malvivir al verbo "sobrevivir".) Estamos confiados con ingenuidad de pueblo venusino, maternal y fraternal, con sus policías inhibidos por el Gobierno, que debería respetarlos, y con un ejército diezmado en su presencia y poder, objeto enconado de una venganza que ya no tiene nada que ver con "castigo a represores", sino con demolición de nuestro sistema y del Estado. Los asesinos y asaltantes drogados tienen armas operativas. Los policías, en esta Argentina al revés, las tienen sólo decorativas. Han creado tal corruptela que el policía tiene más temor de defender que el delincuente de actuar. La calle es usada por grupos ideologizados desde hace años como campo de ejercicio de violencia urbana. Hasta andan de capucha y garrote ante el Estado lelo.
La mayoría de los argentinos, esa silenciosa grey de humillados y ofendidos por la indignidad cotidiana, necesita una gran convocatoria, un fulgor del coraje con que se construyó este gran país.
Todos, en todos los sectores, debemos movilizarnos y obligar al Gobierno y a los políticos a dejar de danzar con sus sombras y afrontar la realidad trágica de un país paralizado por la incapacidad activa.
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