Miedo y silencio en la obra
«Nos sentimos amenazados», reconocen los trabajadores que construyen el TAV
11.12.08 - LUIS LÓPEZ | LEGUTIANO
A estos trabajadores no les preocupa el frío ni la nieve. Tampoco la altura de los viaductos ni la oscuridad de los túneles. Pero sí temen a ese bidón vacío que reposa descuidado sobre el barro gris en un rincón de la obra; y también recelan de aquel hoyo negro que hay entre el pilar y el andamio. «Antes ya estábamos preocupados por si nos encontrábamos con un 'pepino'», reconoce uno de ellos. «Pero ahora...».
'Ahora' es un nuevo tiempo que empezó el pasado miércoles, cuando ETA asesinó a sangre fría a Inaxio Uria. Todos sabían ya que las obras del TAV estaban en el punto de mira de quienes gustan de lanzar amenazas y perpetrar sabotajes. Pero cuando acabaron con la vida del empresario entraron en una nueva dimensión. Y la sufren los casi 600 trabajadores que se ganan la vida en la obra de la alta velocidad.
«Claro que nos sentimos amenazados. Y acojonados. ¿Cómo vamos a estar?», dice uno de esos hombres envueltos en varias capas de prendas reflectantes y pegotes de tierra. Trabaja en el subtramo II, entre Ubarrundia y Legutiano. Ayer fue su segundo día de labor después del atentado y del amargo puente festivo que le siguió. Por supuesto, no da su nombre. Como el resto de los protagonistas de estas líneas.
Para llegar hasta ellos hay que acercarse a la obra. Cuando los intrusos aparcan el coche en la entrada pedregosa aparecen dos vehículos blancos. Cuatro vigilantes de seguridad se apean y dicen lo evidente: «No se puede entrar». Tomar fotos del lugar tampoco está permitido. ¿Por qué? «Es muy sencillo: en esa foto se ve la disposición de los pilares, cómo está todo esto, y cualquiera puede utilizarla para planear cómo dejar aquí un 'regalito'. ¿Te parece poca razón?». No.
Sin cambios
Dicen los guardias que tras el asesinato de Uria «no ha cambiado nada. Han matado a un inocente, pero aquí todo sigue igual». Salvo por el incremento de la seguridad. Varias patrullas de la Ertzaintza merodean por la zona y el celo de los vigilantes es aún mayor. También han aumentado sus reservas a la hora de hablar. Aún así, cuando la conversación avanza uno de ellos reflexiona sobre el fondo del asunto. «Quienes hacen esas cosas son mercenarios, gente que vive de matar a la gente. Lo que hacen es malo para Euskal Herria».
Lo que hacen es algo peor. Los obreros lo saben y miran con recelo a cualquier forastero que se acerca. «¡Qué desgracia!», dice uno desde lo alto de un andamio cuando se menciona el nombre de Inaxio.
A la una es la hora de comer. Todos se dispersan por bares de la zona donde camareras veteranas que les conocen por su nombre de pila ofrecen alubiadas contundentes y chupitos generosos. Ni siquiera los dueños de estos negocios quieren que se vincule el nombre de sus locales con las obras del TAV.
La hora de la comida, siempre abundante, discurre plácida. «No hablamos mucho de eso», admite un conductor de maquinaria cuando se le pregunta por lo que está en mente de todos. «Igual lo comentas con los cuatro compañeros con quienes tienes más confianza, pero poco más». El hombre de manos grandes confiesa su preocupación por que «les hagan algo a las máquinas, pero es difícil. Los vigilantes están junto a ellas toda la noche». ¿Y que pasa con el resto de la obra? «También patrullan. Y por la mañana, antes de que lleguemos, revisan cada esquina, por lo que pueda haber...».
Nada de esto le es desconocido a este trabajador veterano porque «tengo experiencia: ya estuve en Leizaran». Sin embargo, nunca antes había vivido la violencia desquiciada de un modo tan cercano, porque él, igual que todos los demás, conocía bien a Inaxio. Primero, advierte que si habla bien de él no es porque esté muerto. Luego, se limita a decir que el 'jefe' de Altuna y Uria era «un hombre campechano. Venía a menudo a las obras, hablaba con todo el mundo, incluso con los currantes de las subcontratas». Luego se calla y balancea la mano como para espantar espíritus.
A las dos hay que volver al tajo. Ya ha parado de nevar e incluso el sol trata de hacerse un hueco en el cielo. El tiempo es lo único que ha cambiado, porque lo demás sigue igual. «No sé que quieren que hagamos», dice un chaval antes de comenzar con la faena. «¿Que dejemos de venir a trabajar? Imposible. Comemos de esto. Sólo somos currelas». Luego se interna entre máquinas y zanjas que también desde fuera parecen amenazantes.
«Nos sentimos amenazados», reconocen los trabajadores que construyen el TAV
11.12.08 - LUIS LÓPEZ | LEGUTIANO
A estos trabajadores no les preocupa el frío ni la nieve. Tampoco la altura de los viaductos ni la oscuridad de los túneles. Pero sí temen a ese bidón vacío que reposa descuidado sobre el barro gris en un rincón de la obra; y también recelan de aquel hoyo negro que hay entre el pilar y el andamio. «Antes ya estábamos preocupados por si nos encontrábamos con un 'pepino'», reconoce uno de ellos. «Pero ahora...».
'Ahora' es un nuevo tiempo que empezó el pasado miércoles, cuando ETA asesinó a sangre fría a Inaxio Uria. Todos sabían ya que las obras del TAV estaban en el punto de mira de quienes gustan de lanzar amenazas y perpetrar sabotajes. Pero cuando acabaron con la vida del empresario entraron en una nueva dimensión. Y la sufren los casi 600 trabajadores que se ganan la vida en la obra de la alta velocidad.
«Claro que nos sentimos amenazados. Y acojonados. ¿Cómo vamos a estar?», dice uno de esos hombres envueltos en varias capas de prendas reflectantes y pegotes de tierra. Trabaja en el subtramo II, entre Ubarrundia y Legutiano. Ayer fue su segundo día de labor después del atentado y del amargo puente festivo que le siguió. Por supuesto, no da su nombre. Como el resto de los protagonistas de estas líneas.
Para llegar hasta ellos hay que acercarse a la obra. Cuando los intrusos aparcan el coche en la entrada pedregosa aparecen dos vehículos blancos. Cuatro vigilantes de seguridad se apean y dicen lo evidente: «No se puede entrar». Tomar fotos del lugar tampoco está permitido. ¿Por qué? «Es muy sencillo: en esa foto se ve la disposición de los pilares, cómo está todo esto, y cualquiera puede utilizarla para planear cómo dejar aquí un 'regalito'. ¿Te parece poca razón?». No.
Sin cambios
Dicen los guardias que tras el asesinato de Uria «no ha cambiado nada. Han matado a un inocente, pero aquí todo sigue igual». Salvo por el incremento de la seguridad. Varias patrullas de la Ertzaintza merodean por la zona y el celo de los vigilantes es aún mayor. También han aumentado sus reservas a la hora de hablar. Aún así, cuando la conversación avanza uno de ellos reflexiona sobre el fondo del asunto. «Quienes hacen esas cosas son mercenarios, gente que vive de matar a la gente. Lo que hacen es malo para Euskal Herria».
Lo que hacen es algo peor. Los obreros lo saben y miran con recelo a cualquier forastero que se acerca. «¡Qué desgracia!», dice uno desde lo alto de un andamio cuando se menciona el nombre de Inaxio.
A la una es la hora de comer. Todos se dispersan por bares de la zona donde camareras veteranas que les conocen por su nombre de pila ofrecen alubiadas contundentes y chupitos generosos. Ni siquiera los dueños de estos negocios quieren que se vincule el nombre de sus locales con las obras del TAV.
La hora de la comida, siempre abundante, discurre plácida. «No hablamos mucho de eso», admite un conductor de maquinaria cuando se le pregunta por lo que está en mente de todos. «Igual lo comentas con los cuatro compañeros con quienes tienes más confianza, pero poco más». El hombre de manos grandes confiesa su preocupación por que «les hagan algo a las máquinas, pero es difícil. Los vigilantes están junto a ellas toda la noche». ¿Y que pasa con el resto de la obra? «También patrullan. Y por la mañana, antes de que lleguemos, revisan cada esquina, por lo que pueda haber...».
Nada de esto le es desconocido a este trabajador veterano porque «tengo experiencia: ya estuve en Leizaran». Sin embargo, nunca antes había vivido la violencia desquiciada de un modo tan cercano, porque él, igual que todos los demás, conocía bien a Inaxio. Primero, advierte que si habla bien de él no es porque esté muerto. Luego, se limita a decir que el 'jefe' de Altuna y Uria era «un hombre campechano. Venía a menudo a las obras, hablaba con todo el mundo, incluso con los currantes de las subcontratas». Luego se calla y balancea la mano como para espantar espíritus.
A las dos hay que volver al tajo. Ya ha parado de nevar e incluso el sol trata de hacerse un hueco en el cielo. El tiempo es lo único que ha cambiado, porque lo demás sigue igual. «No sé que quieren que hagamos», dice un chaval antes de comenzar con la faena. «¿Que dejemos de venir a trabajar? Imposible. Comemos de esto. Sólo somos currelas». Luego se interna entre máquinas y zanjas que también desde fuera parecen amenazantes.
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