Cuento postnavideño

Cuando se despertó, a las siete menos diez de la mañana del día 26, la primera sensación que tuvo fue de descanso. "Ya ha pasado lo peor", pensó para sus adentros, y no pudo ni quiso reprimir un suspiro de alivio. Tenía la boca seca y amarga, producto de una malísima digestión. Era normal. Acostumbrado como estaba a sus comidas sanas y sus frugales cenas de fruta y yogur, el atracón de canapés, langostinos, sopa de mariscos, asado de cordero y variados dulces navideños que se tuvo que tragar por decreto-ley en la Nochebuena y la repetición de la jugada que tuvo lugar durante el almuerzo de Navidad le habían hecho estragos en el estómago.
Pero los consecutivos atracones no fueron, ni con mucho, lo peor. Lo verdaderamente insoportable fue tener que escuchar, otro año más, los delirios de grandeza de su cuñada Maripili, que no hizo otra cosa que restregarle (viniese a cuento o no) lo bien que le iba a su marido, el dineral que ganaba todos los meses, el cochazo último modelo que se había comprado y las vacaciones en los Alpes suizos que se acababan de regalar mutuamente, mientras que su otra cuñada, Mariloli, cantaba en los escasos segundos que Maripili guardaba silencio las alabanzas de sus superdotados vástagos, tan buenos, tan formales, tan aplicados a los estudios, tan guapos los dos que no había chica que se les resistiera, y todo bajo la beatífica y complacida mirada de su suegra.
Y luego los villancicos. Como si ejecutaran un guión mil veces repetido, ensayadísimo, justo en el mismo momento, nada más terminar de comer y mientras todavía se estaban poniendo tibios de mantecados y turrón, alguien hizo aparecer una botella de anís, una pandereta y una zambomba y empezaron todos a cantar a voz en grito aquello del ´Chiquirritín´ y ya siguieron todo derecho con ´los peces en el río´, ´campana sobre campana´ y en ese plan hasta completar el repertorio sin dejarse atrás ni uno solo.
Pero por fin ya todo se había acabado. Sólo quedaban por delante la Nochevieja y el Año Nuevo, pero había aprendido a esquivar esas celebraciones alegando que se reunía con un grupo de amigos para hacer un fiestorro (cuando en realidad se parapetaba en su casa) y que terminaba tan tarde y tan cansado que no había forma de levantarlo hasta las cinco o las seis de la tarde del primero de enero. De modo que ya se había librado de las celebraciones familiares y se sentía feliz porque sabía que tenía un año de tranquilidad por delante. Durante los próximos meses no se ocuparían de él ni sus hermanos, ni sus cuñadas, ni esos parientes lejanos que sólo se acordaban de su existencia "en estas fechas tan señaladas". Le ignorarían como hacían habitualmente, enfrascados como estaban cada uno en sus propias vidas, y sólo tendría que empezar a temer de nuevo esos ataques agudos de ´familitis´ cuando se acercase otra vez la dichosa, insoportable, inevitable Navidad.