LONTANANZAS | laverdad.es
El sereno
17.05.09 - ANTONIO ZAPATA
Dos serenos, en una imagen tomada en los años 60
del pasado siglo. / L. V.
En los años cincuenta y sesenta, los serenos o vigilantes de nuestra ciudad de Elche eran los cancerberos de la noche, las águilas de las estrechas llanuras con tejados a ambos lados. Eran los minotauros romos de su cuadriculado laberinto. Caminaban en silencio, entre las escasas luces de tristes ojos, con un leve chasquido de llaves maestras. Sus tenues pasos cuidaban y mimaban al vecindario dormido.
Era segura su sombra por las desiertas calles, cuando en brazos de mi padre, junto al resto de la familia (volviendo muy tarde de la última sesión doble del cine Central), mi rostro soñoliento encontraba su amable sonrisa tras darnos las buenas noches y franquearnos el postigo en la calle Concepción Arenal. «¡Gracias señor Antonio!», le decía mi padre.
El sereno era un compañero seguro hasta el amanecer. Visitaba a los trabajadores nocturnos, departiendo unos minutos preciosos que agradecían. Avisaba a la hora del gallo, si así se lo pedían sus vecinos, para que acudieran puntuales al tajo. Ni el frío, ni la lluvia, ni las tormentas más furiosas, arredraban su enorme capote de casa ambulante.
A veces, estos amigos de los transeúntes solitarios eran pasto de las bromas de niños ricos, estudiantes o simples gamberros, algunos, hijos de padres con influencias desconocidas pero efectivas. Niños mal educados que habían consumido parrandas y borracheras; y les sobrevenía el tedio, se aburrían y lo pagaba el primero que se encontraban por el teatro de la vida nocturna. Pero los vigilantes lo afrontaban con estoicismo y paciencia, no en vano eran serenos e impertérritos, como el humo de las fábricas, que tampoco dormía.
Los serenos, en el mes de diciembre, te ofrecían una tarjeta con un poema sobre su oficio por un módico aguinaldo, el poema siempre terminaba en «buenas navidades les desea el vigilante». Creo que cobraban poco, tampoco sé si tenían Seguridad Social.
En las noches, con luna o sin luna, estos búhos callejeros, relojes y llaves de moradores oníricos, velaban casi en tinieblas nuestros sueños, nuestros olvidos, nuestras borracheras, nuestra mala uva. Su trabajo fue de soledad, de austeridad y fidelidad con el vecindario. Fueron caballeros a lomos de las sombras, faros, linternas, por los mares oscuros sin asfaltar; pacíficos y bondadosos, su recuerdo dejó una huella de amistad imborrable.
Aludiendo a la nostalgia, me hubiera gustado haber jugado mucho más en esa infancia, enteca de placeres alimenticios y de tiempo disponible. Hubiera deseado que las horas, los días y los años arribasen con carácter doble, o tal vez infinitos. Aunque los juegos fueron intensos, tanto para mí como para mis compinches de asueto, también fueron breves, crecimos pronto, aún en los largos segmentos del verano, custodiados por su cíclope guiño; hasta que un día, ya hombres, nos dimos cuenta al volver a casa trastabillados, en las crecidas noches del estío, que el vigilante ya no estaba ahí, con su pulso sosegado apuntando a la diana del cerrojo, su uniforme desgastado y sobrio, su mirada clara y transparente, nuestro fiel camarada, había sido engullido por la oscuridad y el tiempo.
El sereno
17.05.09 - ANTONIO ZAPATA
Dos serenos, en una imagen tomada en los años 60
del pasado siglo. / L. V.
En los años cincuenta y sesenta, los serenos o vigilantes de nuestra ciudad de Elche eran los cancerberos de la noche, las águilas de las estrechas llanuras con tejados a ambos lados. Eran los minotauros romos de su cuadriculado laberinto. Caminaban en silencio, entre las escasas luces de tristes ojos, con un leve chasquido de llaves maestras. Sus tenues pasos cuidaban y mimaban al vecindario dormido.
Era segura su sombra por las desiertas calles, cuando en brazos de mi padre, junto al resto de la familia (volviendo muy tarde de la última sesión doble del cine Central), mi rostro soñoliento encontraba su amable sonrisa tras darnos las buenas noches y franquearnos el postigo en la calle Concepción Arenal. «¡Gracias señor Antonio!», le decía mi padre.
El sereno era un compañero seguro hasta el amanecer. Visitaba a los trabajadores nocturnos, departiendo unos minutos preciosos que agradecían. Avisaba a la hora del gallo, si así se lo pedían sus vecinos, para que acudieran puntuales al tajo. Ni el frío, ni la lluvia, ni las tormentas más furiosas, arredraban su enorme capote de casa ambulante.
A veces, estos amigos de los transeúntes solitarios eran pasto de las bromas de niños ricos, estudiantes o simples gamberros, algunos, hijos de padres con influencias desconocidas pero efectivas. Niños mal educados que habían consumido parrandas y borracheras; y les sobrevenía el tedio, se aburrían y lo pagaba el primero que se encontraban por el teatro de la vida nocturna. Pero los vigilantes lo afrontaban con estoicismo y paciencia, no en vano eran serenos e impertérritos, como el humo de las fábricas, que tampoco dormía.
Los serenos, en el mes de diciembre, te ofrecían una tarjeta con un poema sobre su oficio por un módico aguinaldo, el poema siempre terminaba en «buenas navidades les desea el vigilante». Creo que cobraban poco, tampoco sé si tenían Seguridad Social.
En las noches, con luna o sin luna, estos búhos callejeros, relojes y llaves de moradores oníricos, velaban casi en tinieblas nuestros sueños, nuestros olvidos, nuestras borracheras, nuestra mala uva. Su trabajo fue de soledad, de austeridad y fidelidad con el vecindario. Fueron caballeros a lomos de las sombras, faros, linternas, por los mares oscuros sin asfaltar; pacíficos y bondadosos, su recuerdo dejó una huella de amistad imborrable.
Aludiendo a la nostalgia, me hubiera gustado haber jugado mucho más en esa infancia, enteca de placeres alimenticios y de tiempo disponible. Hubiera deseado que las horas, los días y los años arribasen con carácter doble, o tal vez infinitos. Aunque los juegos fueron intensos, tanto para mí como para mis compinches de asueto, también fueron breves, crecimos pronto, aún en los largos segmentos del verano, custodiados por su cíclope guiño; hasta que un día, ya hombres, nos dimos cuenta al volver a casa trastabillados, en las crecidas noches del estío, que el vigilante ya no estaba ahí, con su pulso sosegado apuntando a la diana del cerrojo, su uniforme desgastado y sobrio, su mirada clara y transparente, nuestro fiel camarada, había sido engullido por la oscuridad y el tiempo.
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