Urgencia frente a armonía

Urgencia frente a armonía


Federer (i) y Murray reeditan en Melbourne la final del US Open 2008. (Foto: AFP)

• Andy Murray carga con toda la presión en su segunda final de Grand Slam
  
• El maleficio del tenis británico en los 'majors' resiste durante 74 años
  
• Federer, campeón de todo y padre, parece haber alcanzado el nirvana
  

El principal hotel de Dunblane, en Escocia, ha recibido un permiso especial del Ayuntamiento para abrir su barra el domingo a partir de las ocho de la mañana, unos minutos antes de que su vecino más ilustre trate por segunda vez en su carrera de derrotar a Roger Federer en una final de Grand Slam (en vivo, 9.30 horas). Pero pendientes de Andy Murray, además de los 9.000 habitantes del pequeño pueblo que lo vio crecer, viven también unos 60 millones de británicos. Todos los aficionados al tenis en el Reino Unido esperan cerrar la semana celebrando el fin de una maldición que dura 74 años, desde que Fred Perry alzara en Nueva York su octavo y último Grand Slam. [Cara a cara]
De Fred Perry queda hoy su leyenda y su línea de moda y ropa deportiva, la que ha vestido a Murray en su primer lustro como profesional hasta que Adidas decidió cambiar de cromo, liberarse del imprevisible Djokovic -el serbio ha sellado un suculento contrato con Sergio Tacchini- para firmar al emergente escocés como su buque insignia por delante de Tsonga o Verdasco. Quizá en la ruptura de ese vínculo entre el pasado y el presente del tenis británico sirva para deshacer el maleficio, quizás con la marca germana el Reino Unido vuelva a aportar un campeón. A Tim Henman, eso sí, nunca le dio resultado.
Pero Murray no es de Oxford sino de Dunblane, hasta hoy localidad para muchos únicamente conocida tras la mayor masacre infantil ocurrida en el Reino Unido. El estudiante Thomas Hamilton, a quien Judy, la madre de Andy, alguna vez había acercado al colegio en su coche, mató a 17 personas, 16 de ellos estudiantes, el 13 de marzo de 1996. Cumplida su amenaza, se suicidó. Andy y su hermano Jamie, presentes aquel día en el colegio, encontraron refugio y escondite bajo un pupitre. Ambos se resisten a recordar el tema en una entrevista.
Murray es escocés. Admite ser fotografiado delante de los colores de la Union Jack, pero ya ha dejado claro que la sombra de Fred Perry le trae sin cuidado, que le importa poco o nada que el breve Eduardo VIII fuese el último rey inglés en felicitar a un compatriota por un gran éxito con la raqueta el mismo año en que Federico García Lorca o José Antonio Primo de Rivera perdían su vida bajo fuego enemigo, el mismo año en que Franco cruzaba el Estrecho para acabar con la República, Mussolini -en plena euforia fascista- proclamaba emperador de Etiopía a Vittorio Emanuele III y Jesse Owens estropeaba los JJOO de Berlín de Adolf Hitler.
A Murray le importa, y tampoco demasiado, ganar por Escocia. "Sería fantástico, porque en mi país nunca ha habido grandes tenistas", declara antes de la final. "Pero realmente quiero ganar por la gente que trabaja conmigo, y por mis padres, que me ayudaron mientras crecía", los que no impidieron a su hijo de 15 años marcharse a Barcelona para entrenarse con Rafael Nadal, hasta hoy su espejo. En su círculo más próximo es donde Murray siente la obligación de no fallar, de devolver de alguna manera todo el trabajo realizado, la evolución física, técnica y mental del jugador, para muchos, más inteligente del circuito, con mejor capacidad para leer un partido, para convertir en un ataque lo que comenzó como una defensa, para abrir ángulos con las dos caras de su herramienta. A su tenis, cada día más imprevisible, se suma ahora la madurez de su cuerpo, esculpido durante otras tres semanas en su residencia de Miami.
Roger Federer no necesita mejorar nada. Una vez superada la cifra de 14 'grandes' registrada por Pete Sampras, liberado el espíritu con la copa de París, reconquistado Wimbledon y demasiado viejo quizás para emular a Laver y Budge, los únicos que han triunfado en las cuatro plazas principales del tenis en un mismo curso, sólo le queda disfrutar de los aplausos, del merecido homenaje que recibe en cada ciudad del mundo.
Pero resulta sencillo acostumbrarse a ganar. Su juego, por ahora, sólo se ha visto beneficiado tras el nacimiento de sus dos hijas, y ya ha amenazado con seguir resistiendo el empuje de la nueva generación más allá de la treintena. Tan relajado está que en ocasiones parece tomarse a broma esta final, su 22ª -octava consecutiva- en un Grand Slam. "Creo que Murray le puede afectar el hecho de que los británicos llevan 150.000 años sin celebrar un 'grande'", le dijo a Jim Courier -casi mejor entrevistador que tenista- tras fulminar a Tsonga en las semifinales. "Además, allí la prensa presiona mucho". Lo que nadie le ha dicho a Federer es que en Melbourne Murray afronta su 17º Grand Slam, tantos como necesitó él para conquistar el primero de sus 15.