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Diseñe usted su propia Sentencia
06:30
MANUEL MOLINA DOMÍNGUEZ No sé por qué me gustan tanto los telediarios. Quizá por mi apego a las historias de ciencia ficción. Y es que a veces ciertas escenas de la vida real superan a los mejores relatos de Philip K. Dick. Por ejemplo, recientemente veo y escucho –que en esta ocasión fue peor– a un sujeto (el subtítulo indica que habla en representación de la Generalitat catalana) que afirma que su Gobierno está valorando "no acatar" una resolución del Tribunal Supremo. Mientras intento asimilar el mensaje, oigo como aduce que tienen para ello "motivos políticos". Y, a modo de guinda, afirma –y se queda tan ancho– que, al fin y al cabo, el más alto tribunal del poder judicial "no es el Supremo, sino el Constitucional". ¡Toma ya! Como declaración mediática no estaría mal –me digo– sino fuera porque: 1º) El Constitucional (con sus importantes funciones y cometidos, y formado por juristas de prestigio, no todos jueces de carrera) no sólo no es su más alto tribunal, sino que ni siquiera forma parte del poder judicial; y 2º) El Supremo sí es el más alto tribunal del poder judicial; poder del Estado cuyas funciones son administrar justicia y aplicar las leyes (ojo: leyes que no hace, sino que son obra de los otros dos poderes, el ejecutivo y el legislativo) tanto a particulares como a poderes públicos (gobiernos incluidos); es decir, garantizando una de las grandezas del Estado de Derecho: que nadie esté por encima de la ley.
En este caso el auto judicial motivador del "huracán" político se refiere al derecho de los ciudadanos a un efectivo bilingüismo vehicular en las aulas escolares catalanas. Pero el trasfondo de dicho auto (con el que se podrá simpatizar más o menos) es indiferente a los efectos de su cumplimiento. Lo relevante es que se trata de una resolución judicial. Y contra ella –si no se está de acuerdo– podrían interponerse los oportunos recursos previstos legalmente. Pero, una vez firme, hay que cumplirla. Como toda resolución judicial. So pena –en caso contrario– de estar haciendo mofa del Estado de Derecho y de crear inseguridad jurídica. Por ello, si el parlanchín portavoz habla por ignorancia, malo, porque el sujeto (me lo confirma una amiga de Barcelona) estudió Derecho; o sea que las clases no le aprovecharon mucho. Y si conoce el alcance de lo que dice, peor, porque desde su relevante puesto está contribuyendo a una regresión social al Far West, o incluso a la Edad de Piedra. Es decir, una vuelta atrás hacia una sociedad en que los ciudadanos decidan –según sus preferencias– cuando cumplen, y cuando no, las reglas del juego de la convivencia. ¿O es que pretende el sagaz portavoz que sean sólo los cargos y poderes políticos quienes puedan pasarse autos y sentencias por las más íntimas costuras? Y no crean que el lenguaraz interfecto se halla aislado en sus teorías: según el instructivo telediario, insignes representantes de todos los grupos del parlamento catalán (salvo, en este caso, PP y Ciutadans) se suman a la tesis de la desobediencia al Tribunal. Por cierto, que casualmente –y como anillo al dedo– poco después aparece en pantalla otro reportaje: imágenes grabadas de aquellos energúmenos que en junio de este año (aprovechándose de las movilizaciones del mayoritariamente pacífico movimiento 15-M) acosaron violentamente a varios de esos mismos diputados autonómicos en las cercanías del Parlament, vituperándoles, zarandeándoles, y hasta rociándoles de pintura. El telediario informa de que la policía ha identificado a, al menos, una docena de los agresores. Y de que la fiscalía está estudiando acusarles por sus violentos actos de acoso y amenazas. Lógicamente, esa acusación podrá dar lugar a que se les juzgue y –eventualmente– sean condenados por dichos actos. Condenas que se formalizarían mediante sentencia judicial. Es entonces cuando me pregunto si esos diputados que defienden la rebelión contra las resoluciones judiciales que no les satisfacen, verían con buenos ojos que sus agresores también dejaran de cumplir sus sentencias. Porque –¿quién sabe?– a lo mejor también éstos consideran que tienen "motivos políticos" para no acatarlas.
¿Creen ustedes que exagero en mis temores sobre un contagio social? También yo lo creería, si no fuera porque en el suculento telediario sale una señora (según el subtítulo, miembro de la Federación de Asociaciones de Padres de Alumnos de Cataluña) que –con la mirada ligeramente extraviada y dirigida alternativamente hacia varios puntos, como buscando apoyo a sus palabras fuera de cámara– dice que hay que encontrar el modo de "no acatar el auto del Tribunal Supremo", porque (y aquí viene lo bueno): "¿No todas las sentencias hay que cumplirlas, verdad?". No, claro –pienso enseguida–, sólo cumpliremos las que más nos gusten.
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MANUEL MOLINA DOMÍNGUEZ No sé por qué me gustan tanto los telediarios. Quizá por mi apego a las historias de ciencia ficción. Y es que a veces ciertas escenas de la vida real superan a los mejores relatos de Philip K. Dick. Por ejemplo, recientemente veo y escucho –que en esta ocasión fue peor– a un sujeto (el subtítulo indica que habla en representación de la Generalitat catalana) que afirma que su Gobierno está valorando "no acatar" una resolución del Tribunal Supremo. Mientras intento asimilar el mensaje, oigo como aduce que tienen para ello "motivos políticos". Y, a modo de guinda, afirma –y se queda tan ancho– que, al fin y al cabo, el más alto tribunal del poder judicial "no es el Supremo, sino el Constitucional". ¡Toma ya! Como declaración mediática no estaría mal –me digo– sino fuera porque: 1º) El Constitucional (con sus importantes funciones y cometidos, y formado por juristas de prestigio, no todos jueces de carrera) no sólo no es su más alto tribunal, sino que ni siquiera forma parte del poder judicial; y 2º) El Supremo sí es el más alto tribunal del poder judicial; poder del Estado cuyas funciones son administrar justicia y aplicar las leyes (ojo: leyes que no hace, sino que son obra de los otros dos poderes, el ejecutivo y el legislativo) tanto a particulares como a poderes públicos (gobiernos incluidos); es decir, garantizando una de las grandezas del Estado de Derecho: que nadie esté por encima de la ley.
En este caso el auto judicial motivador del "huracán" político se refiere al derecho de los ciudadanos a un efectivo bilingüismo vehicular en las aulas escolares catalanas. Pero el trasfondo de dicho auto (con el que se podrá simpatizar más o menos) es indiferente a los efectos de su cumplimiento. Lo relevante es que se trata de una resolución judicial. Y contra ella –si no se está de acuerdo– podrían interponerse los oportunos recursos previstos legalmente. Pero, una vez firme, hay que cumplirla. Como toda resolución judicial. So pena –en caso contrario– de estar haciendo mofa del Estado de Derecho y de crear inseguridad jurídica. Por ello, si el parlanchín portavoz habla por ignorancia, malo, porque el sujeto (me lo confirma una amiga de Barcelona) estudió Derecho; o sea que las clases no le aprovecharon mucho. Y si conoce el alcance de lo que dice, peor, porque desde su relevante puesto está contribuyendo a una regresión social al Far West, o incluso a la Edad de Piedra. Es decir, una vuelta atrás hacia una sociedad en que los ciudadanos decidan –según sus preferencias– cuando cumplen, y cuando no, las reglas del juego de la convivencia. ¿O es que pretende el sagaz portavoz que sean sólo los cargos y poderes políticos quienes puedan pasarse autos y sentencias por las más íntimas costuras? Y no crean que el lenguaraz interfecto se halla aislado en sus teorías: según el instructivo telediario, insignes representantes de todos los grupos del parlamento catalán (salvo, en este caso, PP y Ciutadans) se suman a la tesis de la desobediencia al Tribunal. Por cierto, que casualmente –y como anillo al dedo– poco después aparece en pantalla otro reportaje: imágenes grabadas de aquellos energúmenos que en junio de este año (aprovechándose de las movilizaciones del mayoritariamente pacífico movimiento 15-M) acosaron violentamente a varios de esos mismos diputados autonómicos en las cercanías del Parlament, vituperándoles, zarandeándoles, y hasta rociándoles de pintura. El telediario informa de que la policía ha identificado a, al menos, una docena de los agresores. Y de que la fiscalía está estudiando acusarles por sus violentos actos de acoso y amenazas. Lógicamente, esa acusación podrá dar lugar a que se les juzgue y –eventualmente– sean condenados por dichos actos. Condenas que se formalizarían mediante sentencia judicial. Es entonces cuando me pregunto si esos diputados que defienden la rebelión contra las resoluciones judiciales que no les satisfacen, verían con buenos ojos que sus agresores también dejaran de cumplir sus sentencias. Porque –¿quién sabe?– a lo mejor también éstos consideran que tienen "motivos políticos" para no acatarlas.
¿Creen ustedes que exagero en mis temores sobre un contagio social? También yo lo creería, si no fuera porque en el suculento telediario sale una señora (según el subtítulo, miembro de la Federación de Asociaciones de Padres de Alumnos de Cataluña) que –con la mirada ligeramente extraviada y dirigida alternativamente hacia varios puntos, como buscando apoyo a sus palabras fuera de cámara– dice que hay que encontrar el modo de "no acatar el auto del Tribunal Supremo", porque (y aquí viene lo bueno): "¿No todas las sentencias hay que cumplirlas, verdad?". No, claro –pienso enseguida–, sólo cumpliremos las que más nos gusten.
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