«¡No me pagan por bajar sillas!»
La madre de un niño discapacitado denuncia que un empleado del metro en Berango se negó a ayudarle cuando el ascensor se averió
Ander tiene cuatro años, pero no puede andar y apenas pronuncia alguna palabra, aita y ama. Sufre una lesión cerebral que afecta a su capacidad motora y le obliga a ir en una silla infantil especial, pero no le borra la sonrisa. El pasado miércoles se puso muy contento al saber que iba a montar en metro. El simpático pequeño no fue consciente del mal gesto que un empleado del suburbano tuvo con él y con su madre, Arantza Silva, de 35 años.
El ascensor de la estación de Berango estaba averiado y Arantza le pidió a una mujer que se acercara al jefe de estación -«iba vestido de granate y después se metió detrás de la ventanilla»- a ver si podía ayudarle a bajar la silla. «Vi cómo le decía que no era su trabajo, que no le pagaban por bajar sillas. Me sentó tan mal que lo intenté yo sola, casi se me cae el niño, que ya pesa 12 kilos y 100 gramos», recuerda Arantza, aún indignada por la falta de «humanidad» de aquel «señor». «¡No hay derecho!», protesta airada.
«Si hubiera sido una silla infantil convencional, la habría plegado y hubiera cogido al niño, pero es especial para minusválidos y mi hijo no se tiene en pie, ¿qué podía hacer? Además, no me puedo alejar ni dos metros de él porque se asusta».
Otros viajeros se dieron cuenta de la injusticia y corrieron a ayudarla. «'Quita, quita que se te va a caer'. Tres hombres me echaron una mano y dos de ellos volvieron a subir, así que ni siquiera iban a coger el metro».
Arantza recuerda que una señora mayor, afectada también por la avería del ascensor, golpeó al suelo con su cachava mientras le gritaba al supervisor: «¿Y las máquinas de cobrar? ¡Esas no se estropean, ¿eh?, y si no, las arregláis pronto!».
La madre no entiende la actitud de aquel hombre. «Si él no podía, que le hubiera dicho a otra persona. Ayer vi en El Corte Inglés cómo un vigilante de seguridad auxiliaba a una mujer a la que se le había encajado un tacón en la rejilla del suelo y le devolvía el zapato, y tampoco a él le pagan para eso. Si yo veo que alguien se cae delante de mí, me tiro a ayudarle, no valgo para pasar de todo».
No era la primera vez que Arantza se encontraba con un elevador del metro fuera de servicio. «Hace siete días me pasó lo mismo en Abando. ¿El ingeniero que ideó todo esto no pensó qué pasaría si se estropeaba el ascensor, en una alternativa?», se pregunta. Aquella vez, los responsables del metro le pidieron que siguiera andando hasta la estación de Moyua «y me abrieron sin que tuviera que pagar», agradece. «No pido mucho, sólo una rampa como las que hay en algunos supermercados». Arantza y su marido Alberto tienen una tienda de golosinas en Mungia, Mickie, y ellos tendrán que adaptar el local para minusválidos antes del 2010, por una nueva normativa. «Tendremos que recortar espacio de tienda para poner una rampa, y me parece normal. Pues Metro Bilbao, que además no es nada barato, más aún, ¿no?».
«La lotería es estar bien»
Su vida diaria está llena de barreras arquitectónicas. «No te das cuenta de lo que tiene que pasar un minusválido hasta que te toca. Yo he aprendido a valorar la vida, lo que tengo. ¿Lotería? La lotería es estar bien. Espero que a ese señor del metro no le toque nunca, entonces se daría cuenta de lo que cuesta», dice.
Cuando Ander nació, la vida del joven matrimonio dio un vuelco. Su discapacidad no había aparecido ni en la amniocentesis, que detecta enfermedades como el síndrome de Down. Tuvieron que mudarse de un tercer piso sin ascensor y comprar un primero adaptado en Mungia. Ander va al colegio público, donde cuenta con la ayuda de una auxiliar. El miércoles, cuando cogieron el metro, Arantza le había ido a recoger a la fundación síndrome de Down, donde asiste a logopedia y atención temprana.
Dentro de poco tendrán que comprar un andador especial que cuesta 9.000 euros, lo mismo que una bañera. «Trabajo 70 horas a la semana, antes cerrábamos los lunes, pero ahora también abrimos», dice. «Gracias a mis padres y a mi suegra, que cuidan de Ander cuando nosotros no podemos. Es dependiente total». Arantza es creyente y piensa que «Dios nos ha mandado esto porque otras personas igual no habrían valido».
Tres hombres le echaron una mano y una señora reprendió al supervisor
La madre de un niño discapacitado denuncia que un empleado del metro en Berango se negó a ayudarle cuando el ascensor se averió
Ander tiene cuatro años, pero no puede andar y apenas pronuncia alguna palabra, aita y ama. Sufre una lesión cerebral que afecta a su capacidad motora y le obliga a ir en una silla infantil especial, pero no le borra la sonrisa. El pasado miércoles se puso muy contento al saber que iba a montar en metro. El simpático pequeño no fue consciente del mal gesto que un empleado del suburbano tuvo con él y con su madre, Arantza Silva, de 35 años.
El ascensor de la estación de Berango estaba averiado y Arantza le pidió a una mujer que se acercara al jefe de estación -«iba vestido de granate y después se metió detrás de la ventanilla»- a ver si podía ayudarle a bajar la silla. «Vi cómo le decía que no era su trabajo, que no le pagaban por bajar sillas. Me sentó tan mal que lo intenté yo sola, casi se me cae el niño, que ya pesa 12 kilos y 100 gramos», recuerda Arantza, aún indignada por la falta de «humanidad» de aquel «señor». «¡No hay derecho!», protesta airada.
«Si hubiera sido una silla infantil convencional, la habría plegado y hubiera cogido al niño, pero es especial para minusválidos y mi hijo no se tiene en pie, ¿qué podía hacer? Además, no me puedo alejar ni dos metros de él porque se asusta».
Otros viajeros se dieron cuenta de la injusticia y corrieron a ayudarla. «'Quita, quita que se te va a caer'. Tres hombres me echaron una mano y dos de ellos volvieron a subir, así que ni siquiera iban a coger el metro».
Arantza recuerda que una señora mayor, afectada también por la avería del ascensor, golpeó al suelo con su cachava mientras le gritaba al supervisor: «¿Y las máquinas de cobrar? ¡Esas no se estropean, ¿eh?, y si no, las arregláis pronto!».
La madre no entiende la actitud de aquel hombre. «Si él no podía, que le hubiera dicho a otra persona. Ayer vi en El Corte Inglés cómo un vigilante de seguridad auxiliaba a una mujer a la que se le había encajado un tacón en la rejilla del suelo y le devolvía el zapato, y tampoco a él le pagan para eso. Si yo veo que alguien se cae delante de mí, me tiro a ayudarle, no valgo para pasar de todo».
No era la primera vez que Arantza se encontraba con un elevador del metro fuera de servicio. «Hace siete días me pasó lo mismo en Abando. ¿El ingeniero que ideó todo esto no pensó qué pasaría si se estropeaba el ascensor, en una alternativa?», se pregunta. Aquella vez, los responsables del metro le pidieron que siguiera andando hasta la estación de Moyua «y me abrieron sin que tuviera que pagar», agradece. «No pido mucho, sólo una rampa como las que hay en algunos supermercados». Arantza y su marido Alberto tienen una tienda de golosinas en Mungia, Mickie, y ellos tendrán que adaptar el local para minusválidos antes del 2010, por una nueva normativa. «Tendremos que recortar espacio de tienda para poner una rampa, y me parece normal. Pues Metro Bilbao, que además no es nada barato, más aún, ¿no?».
«La lotería es estar bien»
Su vida diaria está llena de barreras arquitectónicas. «No te das cuenta de lo que tiene que pasar un minusválido hasta que te toca. Yo he aprendido a valorar la vida, lo que tengo. ¿Lotería? La lotería es estar bien. Espero que a ese señor del metro no le toque nunca, entonces se daría cuenta de lo que cuesta», dice.
Cuando Ander nació, la vida del joven matrimonio dio un vuelco. Su discapacidad no había aparecido ni en la amniocentesis, que detecta enfermedades como el síndrome de Down. Tuvieron que mudarse de un tercer piso sin ascensor y comprar un primero adaptado en Mungia. Ander va al colegio público, donde cuenta con la ayuda de una auxiliar. El miércoles, cuando cogieron el metro, Arantza le había ido a recoger a la fundación síndrome de Down, donde asiste a logopedia y atención temprana.
Dentro de poco tendrán que comprar un andador especial que cuesta 9.000 euros, lo mismo que una bañera. «Trabajo 70 horas a la semana, antes cerrábamos los lunes, pero ahora también abrimos», dice. «Gracias a mis padres y a mi suegra, que cuidan de Ander cuando nosotros no podemos. Es dependiente total». Arantza es creyente y piensa que «Dios nos ha mandado esto porque otras personas igual no habrían valido».
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