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Todas las instituciones y organizaciones relevantes en el ámbito marítimo, desde las asociaciones de armadores (INTERTANKO, BIMCO) y aseguradores (IUMI) hasta los sindicatos de trabajadores de la mar (ITF), pasando por los organismos competentes de Naciones Unidas (IMO), han estado de acuerdo en estos últimos meses en desaconsejar vivamente que se embarquen en los buques civiles que navegan por aguas próximas a Somalia equipos de personal armado, sean de empresas de seguridad privada o directamente mercenarios procedentes de militares reciclados de otras guerras. La razón esgrimida para ello es clara: puede provocarse, indirectamente, una indeseable escalada de la violencia.
En efecto, los piratas procedentes de las costas somalíes (la mayoría de los cuales son ex militares entrenados) han actuado hasta ahora (salvo casos puntuales escasísimos) sin ejercer violencia física alguna contra las tripulaciones capturadas. Claro está que esta afirmación resulta un punto irónica, puesto que las han apresado, robado y retenido contra su voluntad, lo cual supone una evidente violencia. Pero no han existido agresiones directas contra los trabajadores, ni se han producido actos de odio o venganza contra ellos. Se les ha tratado como valiosos rehenes cuya vida convenía cuidar. Este trato puede cambiar si los buques objeto de un intento de secuestro por los piratas se defienden frente al ataque e infringen daños o bajas a los piratas. En primer lugar, porque éstos adaptarán sus tácticas de ataque al nuevo nivel de defensa (dispararán más, más fuerte, desde el principio, y contra las personas) y, en segundo, porque no es en absoluto descartable que posteriormente, si tienen éxito, venguen sus bajas propias en las personas de los tripulantes capturados, haciendo pagar a éstos las muertes o lesiones sufridas en el asalto.
Estas razonables consideraciones deberían hacer reflexionar sobre su actitud a tantos alegres belicistas como de pronto han surgido entre nosotros. Porque no parece sino que en materia de pesca de atunes todos los vascos, desde los partidos políticos a los medios de difusión, aceptasen con alegría el ingreso en una espiral de violencia militar que, curiosamente, rechazan en general cuando se trata de proteger otros valores menos tangibles, tales como los derechos humanos de lejanas personas. Quienes desconfían de la intervención militar en Afganistán, o quienes proclaman que el diálogo y no la fuerza son el método para resolver los conflictos violentos, se vuelven furibundos partidarios de los fusiles de asalto cuando se habla de los atunes de nuestras empresas pesqueras. No creo que se trate, lo digo en su descargo, de un economicismo simplón que admitiría la violencia cuando hay dineros en juego. Pero sí se trata, eso sí lo creo, de una reflexión insuficiente.
Esta reflexión sobre el asunto debiera comenzar por una constatación bastante obvia: las personas valen más que los atunes. Lo que aplicado a nuestro caso significa que ningún marino debería tener que afrontar el riesgo de violencia o apresamiento para ganarse la vida si ello no es fruto de su decisión consciente y libre. Hace ya años, cuando los buques tanque eran sistemáticamente atacados en el Golfo Pérsico por los contendientes de la guerra entre Irak e Irán, Gobierno, sindicatos y armadores llegaron al acuerdo de que sólo los tripulantes que lo aceptasen (y a cambio de una prima compensatoria) permanecerían a bordo de los buques durante su estancia en el Golfo. Los demás eran sustituidos por tripulaciones mercenarias antes de entrar en esa zona. ¿Sucede lo mismo ahora? ¿Pueden los marinos de los atuneros o buques cableros negarse a ir a aguas piráticas sin perder su puesto de trabajo? ¿Se les compensa por el riesgo extraordinario que afrontan? ¿Qué razón existe para que el Ministerio de Asuntos Exteriores se niegue a declarar oficialmente las aguas piráticas como zona de riesgo bélico, cuando al mismo tiempo envía allí buques de guerra?
Igualmente procedente sería una reflexión sobre el valor de los intereses en juego y el coste de protegerlos. Porque los intereses, aunque perfectamente legítimos y respetables, no dejan de ser en gran parte los intereses privados de unas empresas que desean pescar en esas aguas peligrosas. Podría argüirse que está también implicado un bien público, el de defender el derecho a transitar o pescar en alta mar (el principio de libertad de los mares) que resulta transgredido por los piratas. Pero no es menos cierto que los pesqueros podrían acudir a aguas menos peligrosas.
En cualquier caso, los costes de enviar allí una fuerza militar, costes que son económicamente elevados, son públicos y los sufragamos todos los ciudadanos. Pero sólo aprovechan a unos pocos: ¿apropiación privada de bienes públicos? Un balance indiscreto y objetivo de costes y beneficios sería clarificador en este punto. Sobre todo, cuando resulta que después de haber enviado a aquellas aguas buques y aviones militares porque las empresas pesqueras lo reclamaban el año pasado, resulta ahora que tales buques y aviones no les sirven de protección efectiva a los atuneros. ¿Estamos entonces gastando dinero público para nada?
Convendría también que el Gobierno (este Gobierno tartamudo que nos ha tocado) fuera capaz de explicar las razones de sus decisiones. En efecto, negarse a embarcar infantes de marina en los pesqueros es una decisión que puede razonablemente explicarse de muchas formas, salvo la de recurrir a estúpidos argumentos como los de que «el Derecho Marítimo o la Ley de Defensa Nacional no lo permiten». Eso es pura verborrea carente de la más mínima base jurídica. Cuando Francia está embarcando equipos militares en sus atuneros es preciso explicar el por qué España no quiere (y no «no puede») hacerlo. Y explicarlo pasa ineludiblemente por informar al público de que las fuerzas militares españolas tienen establecidos unos protocolos de intervención que prohíben el uso de la violencia sobre las personas por motivos sólo preventivos. Nuestros buques y aviones no pueden disparar directamente contra los piratas cuando éstos toman al abordaje a un buque civil, sólo pueden intentar asustarles. Si se embarcasen infantes de marina en los pesqueros, manteniéndose esas reglas de enfrentamiento, no podrían defender eficazmente a estos y, lo que es peor, terminarían capturados ellos mismos por los piratas. Explíquense y justifíquense las reglas de combate de nuestras tropas, en Somalia y en Afganistán, en lugar de esconderlas avergonzados. Si se decide una política hay que ser capaces de defenderla.
La última reflexión recae sobre la que parece ser la solución aconsejada por el Gobierno, y aceptada por las empresas pesqueras, la de embarcar personal de empresas privadas españolas de seguridad. Porque bien podría suceder que fuera la decisión más peligrosa de todas las posibles, dado que implica el uso de la fuerza, pero de una fuerza limitada e insuficiente. Los vigilantes privados, con armamento muy ligero y sujetos además a las restricciones en su uso que marcan las leyes españolas del sector, con toda probabilidad podrían ser incapaces de evitar un apresamiento. Sin embargo, su actuación sí sería causa bastante para desencadenar represalias posteriores, la temida escalada de la violencia. Es decir, que tendríamos la peor de las resultantes posibles: violencia, apresamiento y represalias. En todo esto hay una verdad militar implicada, que como todas las verdades militares es desagradable de escuchar para las almas buenas: cuando se entra en una escalada violenta hay que estar dispuesto a respaldar la decisión con toda la fuerza que sea necesaria, hay que estar dispuesto a superar y aplastar al contrincante. Si sólo se está dispuesto a emplear una fuerza limitada e inferior a la que éste puede devolver, se perderá la apuesta y, además, se sufrirán las represalias consecuentes por haber utilizado esa violencia, insuficiente para ganar la batalla pero bastante para molestar al contrincante.
Hay mucho posible sufrimiento humano implicado en las decisiones que se están tomando con una alegría y falta de reflexión alarmante. Y todavía estamos a tiempo de pensar en ello. Hagámoslo.
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